¡Qué
deplorable es la pasión humana cuando intenta ser como Dios!, cuando trata al
ser amado como si lo hubiera sacado de la nada, usurpando y ejerciendo sobre él
los derechos del Creador. Cuando amamos así, no sólo queremos ser Dios para el
objeto de nuestro amor, sino que además pretendemos que él sea Dios para
nosotros. Más exactamente —y ahí radica el espantoso equívoco de la idolatría—
le exigimos, por una parte, que nos trate como a un Dios, es decir, con el
culto absoluto y exclusivo que únicamente se debe al Ser supremo (y esto sin
preocuparnos lo más mínimo de los fallos en el papel divino que pretendemos
interpretar), y, por otra parte, que sea verdaderamente Dios para nosotros, es
decir, que posea realmente todas las perfecciones que nos faltan: plenitud,
inmutabilidad, pureza, paciencia y comprensión infinitas, etc. Como es natural,
la decepción surge al instante, total y recíproca.
Damos un gran paso en el camino
del verdadero amor el día en que aceptamos que no somos Dios para el ser amado
y en que le perdonamos que no sea un Dios para nosotros. Queda entonces —en
lugar de dos idolatrías contradictorias, la del yo y la del tú, de las que una
pretendía configurarlo todo y la otra recibirlo todo— la unión de dos
indigencias y de dos anhelos, la fusión de dos seres imperfectos en un idéntico
impulso hacia la misma perfección sobrenatural. Se vuelve así al mito
inagotable del Banquete: el amor,
hijo de Poros y de Penia, despliega todo el ardor, toda la habilidad que ha
heredado de su padre para consolar la miseria que le ha legado su madre; ya no
se trata de la unión de dos falsos dioses, sino del matrimonio de dos
verdaderos mendigos que, con las manos entrelazadas, esperan el don gratuito que
les llega desde un Cielo inaccesible.
Gustave Thibon: Nuestra mirada ciega ante la Luz.