domingo, 29 de octubre de 2017

TE VERÉ DESPUÉS


Cuando el día del Juicio resucite,
yo buscaré tu cuerpo
recién nacido, con rocíos nuevos
sobre tus senos, nuevamente vírgenes.

Habrá una aurora extraña dirigida
por jerarquías de arcángeles azules;
preguntarán los prados
¿qué es esta primavera milagrosa?

En la tumba de yeso
se moverán los cuerpos sonrosados,
la rama del ciprés será caliente
y la luna de enero tendrá alas en los bordes.

Tú vendrás toda nueva,
desnuda, con tus formas recobradas,
otra vez en tus venas vibradoras,
donde por mí tu sangre era de espuma.

¡Qué despertar!, qué fiebre de latidos,
qué nebulosa azul de corazones
palpitando otra vez;
sólo el mar ciego
continuará su canto sin sorpresa,
pero tú y yo enlazados
con nuestros brazos de resucitados;
con nuestras manos puras
que, enterradas, se habían olvidado
de cómo era la piel de la naranja,
nos haremos caricias encendidas
tú y yo solos,

y acaso,
distraída, me preguntes
¿qué son esas trompetas
que turban nuestro amor bajo los árboles?

                                                                        Agustín de Foxá

sábado, 14 de octubre de 2017

GUERRA, ALIANZA, ESTADO MUNDIAL



     No cabe duda de que el objetivo primordial de la llamada a una “alianza de civilizaciones” es la abolición del fenómeno de la “guerra”. La guerra es un término que se pronuncia a disgusto, pero creo que refiriéndose a ella es como se encuentra la clave para juzgar la viabilidad de esta propuesta.

Desde que el pasado del género humano es constatable hasta el moderno orden internacional de estados, la guerra está presente entre nosotros. Actualmente en forma de guerras locales, artificialmente limitadas por las grandes potencias, o como una posibilidad de guerra ilimitada, llevada a cabo con armas de destrucción masiva, por la cual la aniquilación de los habitantes de un país, o incluso de toda la humanidad, ha dejado de ser una visión apocalíptica, para pasar a ser una posibilidad de la acción humana, ciertamente descabellada, pero concreta y alcanzable.

La guerra, que nos estremece como forma sangrienta de realización de los fines del Estado, ha de considerarse, sin embargo, una adquisición en el transcurso de la historia. Es una institución generalmente reconocida, que se manifiesta en el mundo actual en el mantenimiento de ejércitos permanentes (anclado en el art 8.1 CE, en el caso español), y en la política de armamento. Como institución reconocida en vida interestatal, le es esencial que sea conducida conforme a determinadas reglas: la guerra no estalla, sino que se “declara”, es decir, es introducida mediante una ceremonia estatal, y la situación bélica, si no está planteada como una guerra de aniquilación, se somete a determinadas reglas, para concluir con una segunda ceremonia: el tratado de paz. Consecuentemente, en su significado tradicional, la guerra es una mera prosecución de la política.

Sin embargo, la historia de la guerra, desde las experiencias de la “época heroica” hasta el actual grado de perfección de la “época tecnológica”, puede parecer la historia de una progresiva decadencia hasta llegar a la más extrema perversión. La lucha, concebida como el acontecimiento en el que se miden las fuerzas de los combatientes, desaparece, y con ella, la idea de que en el combate el otro se me presenta como yo a él. Se quita, o al menos se aligera, la carga de tener que matar. Ya no deciden la victoria la valentía y la fuerza, unidas a la estrategia, el armamento y la fortuna, sino sólo la superioridad de los medios bélicos tecnológicamente perfeccionados, e incluso la aniquilación masiva de no combatientes (se ha afirmado que el lanzamiento de la funesta bomba atómica sobre Hiroshima fue vivida por la tripulación del avión B-29 Enola Gay como un número de feria).

Las posibilidades de futuro contenidas en esta situación se reducen a la hipótesis contenida en el Manifiesto Einstein-Russel, presentado en Londres en 1955: “co-existence or no existente”, según el cual, el sentido de la guerra queda vaciado de su fin político esencial. Con ello se abre la vía a las operaciones de mantenimiento de la paz y a las misiones humanitarias en las que se ocupan los ejércitos. Por ella, paralelamente, discurren intervenciones de controvertida legitimidad, como es el caso de Irak, que remiten a la pregunta: ¿en qué se basa una gran potencia o una alianza militar para intervenir en un Estado soberano con una identidad cultural y un ritmo vital autónomo? La única respuesta a esta pregunta que la razón y la conciencia pueden admitir ha de justificar que los invasores representan no a sí mismos, sino a la humanidad y al interés general del hombre. Esta convicción, sin embargo, no puede suministrarla el hecho bruto de ostentar el poder para intervenir, sino que ha de tomar en consideración las comunidades de fe y cultura –la diversidad de civilizaciones- que se supraordenan a las estructuras de poder y al modo de ejercerlo. En ellas rigen principios diversos, y con frecuencia no coincidentes, en los que se funda una existencia que se considera digna del hombre. Ello nos introduce de lleno en la cuestión suscitada sobre la posibilidad de promover una “alianza de civilizaciones” que sirva de punto de apoyo sobre el cual fundamentar un orden de paz duradero en el orden internacional de Estados, arrancando incluso las armas atómicas a los ingenieros  de la aniquilación.

Parece evidente que esta situación ideal de cierre de la guerra en el ámbito de las posibilidades de actuación humana exige la superación del Estado como forma dominante de organización humana en una futura sociedad total. Ello se debe a que en la vida entre los estados, si pueden establecerse relaciones pacíficas conforme a derecho, no se ve cómo puede crearse una seguridad incondicionalmente estable contra la ruptura del orden de paz en un conflicto de intereses vitales. Si la estabilidad de un orden de paz interestatal admite la menor duda, ninguno de los que participan en él destruirá sus armas, proscribirá su industria de armamento y hará decaer las ciencias de la estrategia y la logística. Sin la superación del Estado, la guerra seguiría siendo una institución públicamente reconocida, pues no bastaría la existencia de un grado de verosimilitud que despierte suficiente confianza, si de eliminar la guerra se trata y no simplemente de establecer un deber de contención.

La “alianza de civilizaciones” como instrumento de un orden de paz perpetuo exige su transformación en un Estado mundial y la unidad de gobierno mediante la renuncia de la pluralidad de estados a su soberanía constitutiva. Para imaginar y poder asumir como una meta digna de crédito esa monstruosa “monópolis”, su impulso sólo puede radicar en una voluntad común de la humanidad que mantenga la conciencia clara y activa de constituir una sola familia humana, por encima de la tradición milenaria de la que se alimentan las diferentes civilizaciones. Y esto es, precisamente, lo que se promueve con la llamada del Gobierno a una alianza.

A mi juicio, esta propuesta puede ser censurada por su “utopismo”. La amenaza de muerte, unida a la advertencia de transformar la conciencia política mediante una alianza mundial como condición para conservar la vida, no se dirige al individuo sino a la humanidad como colectivo. Ello presupone que el individuo ya es consciente de su solidaridad con la humanidad, que es precisamente lo que se pretende alcanzar. La llamada a la alianza presupone que la preocupación del hombre por sí mismo supera el ámbito de lo político, lo que repetidamente desmienten los atentados suicidas, y, de esta forma, utiliza el sistema de creencias del individuo como instrumento de la acción política misma, implantando un deber de solidaridad a fin de evitar la catástrofe política total. Con ello se desconoce la primacía del mundo de la fe y de la cultura que identifica a cada civilización y que está situado por encima del poder político estatal.

Es cierto que el hombre y la mujer pueden cambiar, y que esa transformación puede tener como consecuencia que le resulte imposible, incluso bajo amenaza, alzar la mano contra un semejante. El sermón del Bautista: ¡Convertiros! (Mt. Cap. 3), como también cualquier otra exhortación a filosofar o predicación que estimule las conciencias, se dirige a todos los individuos. Pero también, en otro lugar del mismo texto se indica: “el que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc. Cap. 8, 8), y con ello se alude a unos pocos que son capaces de oír. La llamada a la alianza de civilizaciones aspira al ideal utópico de transformar la conciencia política del género humano en su conjunto, o si no, funciona como un velo retórico que pueda tapar un régimen de poder total que en vez de servir como refugio de paz de los pueblos, sea el monstruo, todavía inexistente, de un imperio mundial, peor en su tiranía que la denunciada por los visionarios apocalípticos con sus referencias a Babilonia, al reino de los medos y de los persas, o al dominio de los seléucidas y los romanos. Se presentaría una situación en la que sería dudoso que fuera preferible a la guerra, ya que el hombre y la mujer, si han de seguir siendo lo que son, habrían de rebelarse contra esa autocreada tutela, y la guerra continuaría existiendo en forma de contienda civil o de acción policial.


La viabilidad de la alianza de civilizaciones como programa para la paz impone creer en lo increíble, al contar, no con los hombres y mujeres de carne y hueso, sino con prototipos que no han llegado todavía a ser humanos. Concluyo diciendo que, por lo que hace a la paz, no queda más remedio que volver la mirada a aquellos que merecen el verdadero premio de la paz al haber convertido su sabiduría política en sabiduría protectora, y, en cuanto hombres y mujeres que piensan y actúan en la realidad de este mundo, se preocuparon más por la buena marcha y contención de ese “dios mortal” que es el Estado, al que, en palabras de Hobbes: “bajo el Dios inmortal le debemos nuestra paz y defensa” (Leviatán, II, 17). Sin embargo, parece que nuestros gobernantes prefieren acompañar al estribillo de John Lennon, cuando canta: “You may say I'm a dreamer / but I'm not the only one / I hope someday you'll join us / and the world will be as one”.

Guillermo Díaz Pintos
Publicado en El Día de Ciudad Real (3/11/2006)