No cabe duda de que el objetivo primordial de la
llamada a una “alianza de civilizaciones” es la abolición del fenómeno de la
“guerra”. La guerra es un término que se pronuncia a disgusto, pero creo que refiriéndose
a ella es como se encuentra la clave para juzgar la viabilidad de esta
propuesta.
Desde que el pasado del género humano es constatable hasta
el moderno orden internacional de estados, la guerra está presente entre
nosotros. Actualmente en forma de guerras locales, artificialmente limitadas
por las grandes potencias, o como una posibilidad de guerra ilimitada, llevada
a cabo con armas de destrucción masiva, por la cual la aniquilación de los
habitantes de un país, o incluso de toda la humanidad, ha dejado de ser una
visión apocalíptica, para pasar a ser una posibilidad de la acción humana,
ciertamente descabellada, pero concreta y alcanzable.
La guerra, que nos estremece como forma sangrienta de
realización de los fines del Estado, ha de considerarse, sin embargo, una
adquisición en el transcurso de la historia. Es una institución generalmente
reconocida, que se manifiesta en el mundo actual en el mantenimiento de
ejércitos permanentes (anclado en el art
8.1 CE, en el caso español), y en la política de armamento. Como
institución reconocida en vida interestatal, le es esencial que sea conducida conforme
a determinadas reglas: la guerra no estalla, sino que se “declara”, es decir,
es introducida mediante una ceremonia estatal, y la situación bélica, si no está
planteada como una guerra de aniquilación, se somete a determinadas reglas,
para concluir con una segunda ceremonia: el tratado de paz. Consecuentemente, en
su significado tradicional, la guerra es una mera prosecución de la política.
Sin embargo, la historia de la guerra, desde las
experiencias de la “época heroica” hasta el actual grado de perfección de la
“época tecnológica”, puede parecer la historia de una progresiva decadencia
hasta llegar a la más extrema perversión. La lucha, concebida como el
acontecimiento en el que se miden las fuerzas de los combatientes, desaparece,
y con ella, la idea de que en el combate el otro se me presenta como yo a él.
Se quita, o al menos se aligera, la carga de tener que matar. Ya no deciden la
victoria la valentía y la fuerza, unidas a la estrategia, el armamento y la
fortuna, sino sólo la superioridad de los medios bélicos tecnológicamente
perfeccionados, e incluso la aniquilación masiva de no combatientes (se ha
afirmado que el lanzamiento de la funesta bomba atómica sobre Hiroshima fue
vivida por la tripulación del avión B-29 Enola Gay como un número de
feria).
Las posibilidades de futuro contenidas en esta
situación se reducen a la hipótesis contenida en el Manifiesto Einstein-Russel, presentado en Londres en 1955: “co-existence
or no existente”, según el cual, el sentido de la guerra queda vaciado de su
fin político esencial. Con ello se abre la vía a las operaciones de
mantenimiento de la paz y a las misiones humanitarias en las que se ocupan los
ejércitos. Por ella, paralelamente, discurren intervenciones de controvertida
legitimidad, como es el caso de Irak, que remiten a la pregunta: ¿en qué se
basa una gran potencia o una alianza militar para intervenir en un Estado
soberano con una identidad cultural y un ritmo vital autónomo? La única
respuesta a esta pregunta que la razón y la conciencia pueden admitir ha de justificar
que los invasores representan no a sí mismos, sino a la humanidad y al interés
general del hombre. Esta convicción, sin embargo, no puede suministrarla el
hecho bruto de ostentar el poder para intervenir, sino que ha de tomar en
consideración las comunidades de fe y cultura –la diversidad de civilizaciones-
que se supraordenan a las estructuras de poder y al modo de ejercerlo. En ellas
rigen principios diversos, y con frecuencia no coincidentes, en los que se
funda una existencia que se considera digna del hombre. Ello nos introduce de
lleno en la cuestión suscitada sobre la posibilidad de promover una “alianza de
civilizaciones” que sirva de punto de apoyo sobre el cual fundamentar un orden
de paz duradero en el orden internacional de Estados, arrancando incluso las
armas atómicas a los ingenieros de la
aniquilación.
Parece evidente que esta situación ideal de cierre de
la guerra en el ámbito de las posibilidades de actuación humana exige la
superación del Estado como forma dominante de organización humana en una futura
sociedad total. Ello se debe a que en la vida entre los estados, si pueden
establecerse relaciones pacíficas conforme a derecho, no se ve cómo puede
crearse una seguridad incondicionalmente estable contra la ruptura del orden de
paz en un conflicto de intereses vitales. Si la estabilidad de un orden de paz
interestatal admite la menor duda, ninguno de los que participan en él
destruirá sus armas, proscribirá su industria de armamento y hará decaer las
ciencias de la estrategia y la logística. Sin la superación del Estado, la
guerra seguiría siendo una institución públicamente reconocida, pues no
bastaría la existencia de un grado de verosimilitud que despierte suficiente
confianza, si de eliminar la guerra se trata y no simplemente de establecer un
deber de contención.
La “alianza de civilizaciones” como instrumento de un
orden de paz perpetuo exige su transformación en un Estado mundial y la unidad
de gobierno mediante la renuncia de la pluralidad de estados a su soberanía
constitutiva. Para imaginar y poder asumir como una meta digna de crédito esa
monstruosa “monópolis”, su impulso sólo puede radicar en una voluntad común de
la humanidad que mantenga la conciencia clara y activa de constituir una sola
familia humana, por encima de la tradición milenaria de la que se alimentan las
diferentes civilizaciones. Y esto es, precisamente, lo que se promueve con la
llamada del Gobierno a una alianza.
A mi juicio, esta propuesta puede ser censurada por su
“utopismo”. La amenaza de muerte, unida a la advertencia de transformar la
conciencia política mediante una alianza mundial como condición para conservar
la vida, no se dirige al individuo sino a la humanidad como colectivo. Ello
presupone que el individuo ya es consciente de su solidaridad con la humanidad,
que es precisamente lo que se pretende alcanzar. La llamada a la alianza
presupone que la preocupación del hombre por sí mismo supera el ámbito de lo
político, lo que repetidamente desmienten los atentados suicidas, y, de esta
forma, utiliza el sistema de creencias del individuo como instrumento de la
acción política misma, implantando un deber de solidaridad a fin de evitar la
catástrofe política total. Con ello se desconoce la primacía del mundo de la fe
y de la cultura que identifica a cada civilización y que está situado por
encima del poder político estatal.
Es cierto que el hombre y
la mujer pueden cambiar, y que esa transformación puede tener como consecuencia
que le resulte imposible, incluso bajo amenaza, alzar la mano contra un
semejante. El sermón del Bautista: ¡Convertiros! (Mt. Cap. 3), como
también cualquier otra exhortación a filosofar o predicación que estimule las
conciencias, se dirige a todos los individuos. Pero también, en otro lugar del
mismo texto se indica: “el que tenga oídos para oír, que oiga” (Lc. Cap. 8, 8), y con ello se alude a
unos pocos que son capaces de oír. La llamada a la alianza de civilizaciones aspira
al ideal utópico de transformar la conciencia política del género humano en su
conjunto, o si no, funciona como un velo retórico que pueda tapar un régimen de
poder total que en vez de servir como refugio de paz de los pueblos, sea el
monstruo, todavía inexistente, de un imperio mundial, peor en su tiranía que la
denunciada por los visionarios apocalípticos con sus referencias a Babilonia,
al reino de los medos y de los persas, o al dominio de los seléucidas y los
romanos. Se presentaría una situación en la que sería dudoso que fuera
preferible a la guerra, ya que el hombre y la mujer, si han de seguir siendo lo
que son, habrían de rebelarse contra esa autocreada tutela, y la guerra
continuaría existiendo en forma de contienda civil o de acción policial.
La viabilidad de la alianza
de civilizaciones como programa para la paz impone creer en lo increíble, al
contar, no con los hombres y mujeres de carne y hueso, sino con prototipos que
no han llegado todavía a ser humanos. Concluyo diciendo que, por lo que hace a
la paz, no queda más remedio que volver la mirada a aquellos que merecen el
verdadero premio de la paz al haber convertido su sabiduría política en
sabiduría protectora, y, en cuanto hombres y mujeres que piensan y actúan en la
realidad de este mundo, se preocuparon más por la buena marcha y contención de
ese “dios mortal” que es el Estado, al que, en palabras de Hobbes: “bajo el
Dios inmortal le debemos nuestra paz y defensa” (Leviatán, II, 17). Sin embargo, parece
que nuestros gobernantes prefieren acompañar al estribillo de John Lennon,
cuando canta: “You may say I'm a dreamer / but I'm not the only one / I
hope someday you'll join us / and the world will be as one”.
Guillermo Díaz Pintos
Publicado en El Día de Ciudad Real (3/11/2006)