Buenos días,
Vengo
a contarle una cuestión muy imprecisa que me ha venido ocurriendo últimamente. La
traigo redactada en un papel, para leérsela, porque el esfuerzo de ponerla por
escrito creo que me ayudará a explicarla con más rigor que charlando.
Se trata de
discernir el sentido de una experiencia
interna, que se inició hace unos años, y que no solo perdura, sino que se
va consolidando con cierta independencia de mis intenciones, manifestándose
inesperadamente con más o menos intensidad, como si tuviera vida propia. Digo
con “cierta” independencia porque yo hago todo lo posible para secundarla y no
perderla, ya que, igual que la recibí con sorpresa, como algo que me llega de
fuera, temo que pueda desaparecer, en cuanto que no puedo decir que sea
estrictamente “mía”.
No quiero perderla
porque es como una “presencia” interna muy benéfica en mi vida. Cuando la
pierdo (generalmente si ando azacanado en la actividad diaria, o intranquilo
solucionando asuntos) reacciono o actúo como suele ser habitual: cabreándome
cuando las cosas no salen según lo previsto; protestando frente a injusticias o
agresiones de otros; dejándome dominar por la tendencia a la comodidad;
escapando a todo trapo del dolor físico o moral, o buscando consuelos
marginales. En fin, cuando la pierdo me encuentro de lleno en el ámbito del
esfuerzo ascético, se podría decir, en el que he sido adiestrado desde mi más
tierna infancia. Por lo que le cuento a continuación, esta vida esforzada por conseguir
los objetivos que me voy proponiendo la veo ahora como una lucha estéril -para
salir del empantanamiento en el que parece que a veces está sumida mi existencia-,
con la ilusoria pretensión de llegar a la “perfección” o alcanzar la felicidad.
Al contrario, cuando
vuelvo la mirada a esa “presencia” interna de la que le hablo, me convierto en
un hombre paciente, fuerte, pacífico, templado, alegre, y, sobre todo,
valiente: ¡muy valiente!, porque dejo de temer incluso a la misma muerte. La
llego a ver como si fuera la última aventura -y la más apasionante- de mi vida,
llegando a desearla para alcanzar, con ella, la “presencia” genuina, plena y
sin mengua alguna, de la cual ésta que tengo ahora, tenue e intermitente, creo
que trae su origen.
No puedo darle otra
explicación, que, como ve, no identifica ni define nada. Solo puedo hablarle de
una especie de “fuerza interna” que no sé de dónde proviene, que, de hecho,
está cambiando mi vida y mis relaciones con los demás a mucho mejor que antes.
Es una experiencia
tan radical que me mueve a concentrar toda mi energía intelectual y vital en
investigarla y cultivarla. Todo lo que constituye mi vida y mi identidad, a lo
que he dedicado mi esfuerzo (profesión, familia, amistades, bienestar físico y
moral, etc.), tiene ahora un valor muy relativo, ligado a su caducidad, debido
a la conciencia de esta “presencia” primordial en mi interior. Parece ser la única
consistencia de una vida que promete ser inmortal. El mayor bien para mí ahora
sería prescindir de todo para ganar esta “presencia” sin residuo y para siempre.
Me parece que ésta es la única verdad: mi verdad, que, además, se me manifiesta
como unida a la exigencia de vivir para los demás.
No piense que esta
experiencia está asociada a un consuelo sensible o moral, porque, con
independencia de que éste pueda existir a ratos, lo que me mueve a ganar y
crecer en ella es exclusivamente la inteligencia y la voluntad, aunque tenga
que actuar a desgana o con repugnancia de mi sensibilidad o de mis apetencias
orgánicas.
Estoy acudiendo a
todo tipo de fuentes de conocimiento que me ayuden a desvelar esta nueva vida
interna que me invade, y me parece claro que es una manifestación del Absoluto en el alma. Estoy admirado por el sentido de dependencia filial de un misterio sagrado que estoy ganando. Nunca sospeché de la profundidad que puede
alcanzar. El Cosmos me parece un templo y la vida un culto. Incluso si
veo una foto mía –esto ya es casi delirante- me complazco en mi imagen, pues
veo en ella la presencia fulminante de Dios en mi persona, cuando siempre me ha
fastidiado la “cara de pan” que tengo.
Los discursos o
imágenes del Evangelio que pueda traer a mi consideración cuando medito son
una distracción, en relación con el “silencio” con el que puedo “sentir” a
Dios. Esto, a lo mejor, es contemplar, lo cual me exige no hacer, pensar o
imaginar nada. Pero tampoco sé lo que contemplo, porque no hay objeto, solo una
presencia indefinible e inefable. Lo que sí me permite en ciertos momentos tener
una relación “activa” por mi parte es la música, como el Christus de Liszt, o
también los salmos o himnos que se rezan en la liturgia de las horas. Por otra
parte tampoco puedo distinguir la oración de la vida normal, pues cuando estoy
activo y mantengo esta peculiar “conciencia” que me trasciende, tengo la
certeza de que estoy en comunicación con Dios, mucho más que si estuviera
clavado de rodillas como un adorador nocturno.
Otra manifestación
es que, si esta fuerza interna me permite desarraigarme de las dependencias sensibles,
al mismo tiempo potencia mi capacidad de disfrutar de ellas, al ver en el
placer la misma presencia de la bondad de Dios, si Él los aprueba y mantengo el
señorío sobre ellos. El simple placer se transforma en un horizonte de gozo. También
noto que conformo mi tiempo con el tiempo “real”, que no es otro que el de Dios,
pues no me importa nada, por ejemplo, encontrarme en un atasco de tráfico
imprevisto que me retrasa una hora o el tiempo que sea. Parece que mi tiempo se
ha convertido en relativo a un “tiempo eterno”.
Con esta nueva Luz
me he convencido de que es imposible que el espíritu sobresalga de su dimensión
de “carne y hueso”, como decía Unamuno, por mucho esfuerzo ascético que se ponga,
si Dios no interviene, como parece que está haciendo conmigo.
En fin, de esto es
de lo que quería hablarle, porque a veces pienso que me estoy convirtiendo en
un “chalado”, y que esto es una demencia como la de si me creyera ser Napoleón.
Si Vd. puede decirme algo que me sirva para descifrar esta nueva y alucinante
dinámica interna que tengo desde hace algún tiempo, o si, por el contrario,
piensa que soy un psicópata, en cualquier caso le estaré muy agradecido.
Tiene su gracia lo que dices de tu "cara de pan". Ten en cuenta que al mismo Dios en cada Eucaristía también se le pone "cara de pan"...
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