Esta tarde estaba en la piscina recostado en la
hierba, y miraba el movimiento de las hojas en la copa de un árbol muy alto,
que se agitaban al ritmo de un viento suave. Lo miraba lleno de paz, escuchando
el sonido que producían, como si oyera las olas del mar cuando llegan a
descansar en la playa. Al cabo de un rato, mientras lo miraba, me pareció que al
son de su movimiento el árbol se dirigía a mí, llamándome por mi nombre:
¡Guille! Dejé entonces de ver un fenómeno anónimo, natural y bonito, para
encontrarme con un ser que era “alguien”, y que me llamaba agradecido por
mirarlo, admirándome de que él se mostrara ante mí. Me pareció que en vez de
hojas movidas por el viento estaba escuchando: Guille, Guille, Guille…
Entonces yo le contesté sin palabras, desde mi
interior, con el sentir de mi corazón: ¡Gracias! Gracias por ser tan bello y
por hablarme con el suave movimiento de tus ramas cargadas de hojas, que
cambian sus tonos verdes con el frescor del viento que las acaricia. Él me
contestó: “No me des las gracias Guille, te hablo porque tú me conoces y me
llamas por mi nombre: Árbol, el que me puso Adán al darme forma. Por eso las
gracias te las doy yo a ti”. No le contesté, porque sentí que entre los dos
había nacido una relación de amor. Me bastaba con seguir mirándolo, mientras él
dejaba de moverse, como si estuviera concentrado gozando de mi mirada.
Al cabo de un rato vi a mi derecha otro árbol de una
especie distinta, con un verde más intenso y las hojas más grandes, que seguía
agitándose con el viento, como hacía antes mi nuevo amigo. Entonces me pareció
que me reprochaba: ¿Y a mí no me dices nada? No pude más que contestarle, sin
palabras, que le quería también a él. En ese momento me di cuenta de que era
Dios quien me hablaba a través de sus criaturas, y que al conocerlas
“personalmente” reconocía su Don infinito, cargado de verdad de belleza y de
amor.
Porque, efectivamente, mi Árbol existe por Él, como
también mi inteligencia para conocerlo, mi voluntad para amarlo y mi sensibilidad
para admirarlo. Entonces entendí que las gracias que le di al árbol eran
gracias que le estaba dando a Dios, en quien no habría pensado si no hubiera
sido por la intercesión de su hermosa criatura. Y también entendí los
versículos de la carta de San Pablo a los romanos, en donde dice: “Pues
sabemos que la creación entera a una gime y sufre dolores de parto hasta ahora. Y no sólo ella, sino que también nosotros mismos, que
tenemos las primicias del Espíritu, aun nosotros mismos gemimos en nuestro
interior, aguardando ansiosamente la adopción como hijos, la redención de
nuestro cuerpo” (Rm. 8, 22-23). Estoy convencido de que hoy he vivido una hierofanía, y que después de esta espera ansiosa podré tomar una buena caña con mis dos nuevos amigos.
Cuánta hermosura y cuánta verdad. A veces me quedo extasiado ante un paisaje o ante la bravura del mar y sé que estoy aunte una manifestación divina, pero reconozco que nunca había llegado a tal profundidad, incluso sensorial. Además he aprendido una nueva y bella palabra: hierofanía. Gracias por todo eso.
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