martes, 24 de septiembre de 2013

Fumarse un puro





Yo creo que nadie jamás se ha fumado un puro con el empaque de Edward G. Robinson, nadie sostuvo jamás un veguero con esa elegancia criminal con que echaba humo entre los dedos.
Robinson bordaba todos los papeles pero el de gángster era su especialidad hasta el punto de que tenía una cara en libertad condicional, unos ojos en defensa propia y un rictus de cadena perpetua. Podías pedirle que hiciera cualquier cosa, de enamorado, de policía, de agente seguros, de marido panoli, pero lo pusieras donde lo pusieras siempre parecía que le faltaba el sombrero ladeado, el habano y la pistola, hasta el punto de que los gángsters de la prohibición empezaron a imitarlo a él, igual que cuando en los años setenta los capos se metían algodones en las mandíbulas y hablaban con la tracción ronca de Vito Corleone.
La mirada de Robinson era como el culo de Marilyn, el andar patizambo de John Wayne o el busto continental de Sofia Loren: un icono del cine. La sacaba encajonada entre el ropaje de unos párpados tristes y el almohadón morado de las ojeras, y asomaba como el cañón de un revólver, que más que mirar, parecía que apuntaba, que disparaba con ella. Más abajo se desplegaba una boca enorme, fea, piscícola, de labios extrañamente sensuales que sujetaban el puro con la lenta cadencia de las palabras prohibidas.
En Cayo Largo, Edward G. Robinson se fumó el habano más canalla del mundo desnudo en una bañera, como si fuese un cangrejo que hubiese salido un momento de la concha para tomar un baño. Y en la partida de cartas más larga y emocionante de la historia daba una lección no sólo de jugar al póquer sino de cómo fumarse un puro sin dejar apreciar por un segundo ni el brillo del farol ni la luz del mechero. Cada vez que veo esa película, El rey del juego, me sorprende el final del envite y se me queda la misma expresión estúpida que a Steve McQueen, algo entre la admiración y el desamparo, entre la maravilla y el luto.
Texto de David Torres