La innovación educativa pendiente: formar personas. BARRIO, J.M., Erasmus Ediciones, Barcelona, 2013.
(Éste texto también se puede leer AQUÍ)
Después de leer el libro en cuatro o cinco
tragos, y dejado pasar un “cooling period”, que es la denominación inglesa del
periodo de prudente enfriamiento para decantar cualquier determinación, la
impresión inicial es muy favorable en el aspecto de su redacción, su claridad
expositiva, su recurso a fuentes relevantes, y por el tratamiento de los
conceptos nucleares de una idea de educación, concebida como “conocer a las
personas y ayudarlas a crecer” (p.15). En este sentido, sinceramente tengo que
decir que he disfrutado durante la lectura, he refrescado viejas categorías y
conceptos, y equilibrado su importancia, tanto en relación con una propuesta
filosóficamente bien fundada del significado de educación, como en relación con
los errores de quienes sostienen un significado torcido. Con una metáfora,
podría decir que la lectura del libro ha sido como asistir a la interpretación
de una pieza musical ya consagrada por la historia de la música, o volver a ver
la película que marcó un cambio de época en el cine, y que el Prof. Barrio
hubiese sido un gran intérprete o un gran cineasta, si hubieran sido éstos los
ámbitos de su dedicación profesional.
Sin embargo,
paralelamente al gozo que me ha proporcionado la lectura del libro, en lo
profundo me late una cierta decepción, como si fuera una tentación a toda luz
perversa, que no acabo de sofocar. Este sentimiento creo que se debe a que el
trabajo adolece de la falta de originalidad que se espera de un pensador de la
categoría de José María Barrio, como lo demuestran sus publicaciones y en sus
reiteradas intervenciones en el foro académico. Ello se aprecia principalmente
en la primera parte del libro, en el que sumariamente aborda el concepto de
persona y su crecimiento a través de los hábitos, como fundamento antropológico
de los desarrollos posteriores sobre los déficits del discurso pedagógico
moderno, y sobre el diálogo significativo como la herramienta esencial del
proceso educativo.
En esta
fundamentación, nuestro autor recurre a las consabidas nociones que la
filosofía tradicional ofrece en su indagación sobre el ser humano, como son el
de “naturaleza”, o el de “segunda naturaleza” en función de un
inacabamiento en dependencia de las operaciones del sujeto y de la adquisición
de “hábitos”, con la consiguiente identidad sobrevenida del sujeto. Digo
nociones consabidas, como lo muestra el hecho de que el propio autor suelta en
su texto términos sin explicar, cuyo sentido supone que el lector ya conoce,
como cuando dice que “la naturaleza primaria es hipóstasis e hipóstasis
sustancial de la segunda” (p.27). Amparándose en las limitaciones del
trabajo para ahondar en el concepto de persona, el Prof. Barrio asume la
conocida definición de Boecio: rationalis naturae individua substantia,
destacando en ella un centro ontológico subsistente, intrínsecamente indiviso,
unido a su posibilidad de autotrascenderse, por su capacidad de abrirse al
horizonte potencialmente irrestricto de lo otro. En el plano de la
operación, estos dos polos, señala Barrio, son constitutivos de un “yo”
capaz de entender y querer, esencialmente dotado para la intimidad y la
extraversión. Se alude también a la conexión del alma y el cuerpo como unión
“hilemórfica”, y, en base a lo que denomina “permeabilidad ontológica” del ser
humano (p.36), se asume sin objeción el afán del pensamiento clásico de identificar
al sujeto en co-actualidad con su dinamismo operativo, que está abierto a
la totalidad de lo real bajo la doble formalidad de lo verdadero y de lo bueno.
Así se trae la antigua idea de que el hombre es un microcosmos,
pues debido a su naturaleza intelectual puede posesionarse de todo lo real como
horizonte objetual, adquiriendo con ello forma sustancial como elemento
ontológico radical por el cual la persona subsiste. Igualmente, la propuesta
que se ofrece sobre la formación de hábitos, como la clave del crecimiento de
la persona, no es más que una reiteración del planteamiento clásico.
Estoy convencido
de que un pensador de la categoría de José María Barrio puede y debe aspirar a
algo más que a divulgar o actuar de vocero de lo ya sabido, por muy arduo y
exigente que ya sea este trabajo. Se espera de él un avance en la solución de
problemas planteados por el pensamiento moderno, que revelan cierto agotamiento
de las categorías clásicas. Pienso ahora en el de si es aceptable reducir el
ser del hombre únicamente a la categoría de “sustancia”, para resolver después
la cuestión de su identidad como “segunda naturaleza” al haz de relaciones que
mantiene con el universo. Porque es evidente que la repetición que el hombre
mantiene respecto al mundo, por la que se concibe como un microcosmos,
ha de redundar por fuerza en su principio constitutivo. La repetición no puede
ser solo relativa y simétrica con el universo, en cuanto la persona lo
repite desde sí, y, en este sentido, la persona está fuera del mundo, se
sale de él. Consecuentemente, su determinación esencial no puede entrar de
lleno en la categoría de “sustancia”, pues ésta es indicativa de una
principiación radical fija, propia de la estructura óntica del universo.
Si el
alma es en cierto modo todas las cosas, ese “cierto modo” indica que no hay
confusión o unicidad entre hombre y cosas, sino que el ser del hombre tiene su
propia prioridad, distinta del sentido físico de prioridad que domina el
“ente”, que no alcanza a cubrir la riqueza del “ser personal”. Cabe decir que
el universo es creado, y que la persona también es creada, pero no como parte
del universo, sino como “segunda criatura”, y, por ello, más allá de su
consideración como sustancia, la persona ha de pensarse en el orden del
Origen, ya que su radicalidad no se consuma en su operar, en cuanto el
mundo lo repite desde sí, como ya se ha dicho. Consecuentemente, en la persona
el significado de “relación” ha de ser más profundo que el de “subsistencia”
que es lo propio del orden sustancial. Lo contrario sería antropoformizar la
naturaleza, haciendo depender el estatuto de lo real de la objetualidad pensada
o querida, o declarar el naturalismo del antropos como ocurre con cualquier
panteísmo causalista (1).
El fijismo en lo
que se ha venido a denominar la “filosofía perenne” encuentra dificultades para
afrontar algunos problemas, o para avanzar cuando se plantean otros nuevos, que
suelen ser agudos en el terreno de la teoría de la educación. Ello se aprecia
en cómo afronta Etienne Gilson, en su destacado libro El espíritu de la
filosofía medieval (2), la acusación de
incoherencia en la doctrina de San Bernardo sobre el amor. En esta doctrina se
encuentran dos tendencias enfrentadas: la del amor “natural”, como tendencia de
los seres creados a buscar su propio bien, y la del amor “extático”, que corta
todos los vínculos que parecen unir el amor a las inclinaciones egoístas, según
el precepto divino amarás a Dios sobre todas las cosas. En la Epistola
de Caritate (1125) San Bernardo incurre en la incoherencia de juntar
ambas tendencias en una pretendida visión unitaria de amor, al afirmar que
nuestro amor “comienza necesariamente por nosotros mismos”, y que el fin de ese
amor de sí mismo es entrar en la dicha de Dios, de entrar “como olvidándose de
sí de manera maravillosa, y como separándose enteramente de sí” (p.388).
En su defensa,
Gilson aduce que el amor “natural” no es un mandato de Dios, pero tampoco una
falta, sino el resultado de la falta debida al pecado original: “porque nacemos
de la concupiscencia de la carne es menester que nuestro amor, o nuestra
codicia, pues es lo mismo, comience por la carne” (p.390). Gilson toma así la
“naturaleza” del hombre en su estado histórico concreto, después de
la caída, pero la caída, continúa diciendo, solo se mide en relación con la
“gracia”, que también se incluye en la naturaleza, pues Dios creó al hombre en estado
de gracia, y aun cuando el hombre la perdió, todavía puede recuperarla
porque todavía guarda su forma, y aun en sus miserias sigue siendo etiam
sic aeternitatis capax. Y, confusamente, añade: “sin duda, la grandeza del
alma no es idéntica al alma, pero es como (¿?) su forma, (…) de modo que el
alma es distinta de lo que hace su grandeza, pero, por otra parte, no puede
perder su forma sin dejar de ser ella misma, de suerte que no se puede concebir
que se la separe nunca” (p.391).
El pensamiento
resbala cuando se hace depender la “naturaleza” del hombre de una contingencia
histórica, si se alude a ella en el plano metafísico, y el golpe es rotundo al
constatar el malabarismo con que Gilson maneja la “forma”, que es indicativa
del sustrato por el cual el compuesto hilemórfico permanece siempre único e
idéntico a sí mismo, prescindiendo de las particularidades exteriores. ¿Cómo es
posible que el alma no pueda perder su forma sin dejar de ser ella misma, a la
vez que la forma del alma, en tanto que conserva su grandeza, no sea idéntica
al alma? Al decir que la grandeza es la forma del alma, a la vez la excluye si
afirma que la grandeza del alma no es idéntica al alma, pues el alma no puede
perder su forma sin dejar de ser ella misma, y por eso Gilson se ampara en el
adverbio “como” para aludir a la forma que incluye la grandeza, como también
podría haber dicho que “más o menos” es su forma, o que lo es
“aproximadamente”.
Estamos hechos a
imagen y semejanza de Dios, en quien esencia y existencia se identifican. No
hay más que un Dios y este Dios es el Ser, dice Gilson en otro lugar de su
libro. Y si Dios es el Ser y el único Ser, todo lo que no es Dios no puede
recibir la existencia sino de Él. Consecuentemente, producir el ser pura y
simplemente es la acción propia del Ser mismo como consecuencia de un acto
creador, que no solamente ha dado existencia al mundo, sino que la conserva en
cada uno de los momentos sucesivos de su duración. El mundo se encuentra en una
dependencia tal de su Creador que le afecta de contingencia hasta en la raíz de
su ser.
Gilson prosigue
su argumento en favor de San Bernardo reiterando que lo que permanece semejante
a Dios, después del pecado, es la grandeza del alma, su “forma” (p.392). Lo
desemejante es su encorvadura hacia la tierra, constitutiva de una esencia que
es “falsa”, si se interpreta a sensu contrario su calificación
de “verdadera esencia” del alma la que incluye su grandeza. Se repite el
malabarismo en el uso de la noción de forma, pues si antes afirmó que el alma
no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, y la forma del alma es su
grandeza, se concluye no somos reales mientras no la lleguemos a alcanzar.
Gilson califica
de sorprendente y admirable la semejanza que acompaña a la visión de Dios, con
la que el alma se identifica, como si fuera una misma cosa ver a Dios y hacerse
semejante a Él. Entre Dios y el hombre habría entonces una perfecta unión
espiritual, mutua visión y amor recíproco. Entonces el alma conocerá a Dios
como éste la conoce, le amará como Él la ama (p.393). No se entiende bien cómo
un ser contingente, como es el hombre, pueda identificarse con un Dios que es
principio y raíz de su ser remitiendo dicha identidad al nivel de la operación.
Sin salirse del límite “sustancialista” que impregna su pensamiento, Gilson
reitera más adelante que amar a Dios es “estar unido a él de voluntad,
reproducir en sí la ley divina, vivir como Dios”, y añade: “en una
palabra: deificarse” (p.394). Éste término podría insinuar que la
radicalidad de la persona desborda la radicalidad propia de la sustancia, y que
su relación con Dios se resuelve en el orden de la principiación. Por eso el
hombre se “deifica”, se relaciona con Dios al modo de una intensificación y
perfeccionamiento de su acto de ser, por encima de su dinamismo operativo.
Consecuentemente, el pecado se diría “original”, no por su emplazamiento
temporal al comienzo de la historia, como sostiene Gilson, sino como resultado
de una caída de su “entidad” relativa al Origen, es decir, relativa a la
principiación radical de su ser en el estado inicial de gracia con que fue
creado. Se podría decir que su distanciamiento de Dios no es “orográfico” sino
“esencial”, en cuanto Dios es más radical en la persona que ella misma en su
intimidad. Por consiguiente, la vuelta a su estado primigenio no es función de
su dinamismo operativo sino el resultado de una transformación “tabórica”, se
podría decir, cuyo término, en cuanto está en el ámbito de la donación
del ser, no lo puede por ella misma alcanzar.
Las reflexiones
que se han hecho hasta aquí, en relación con el libro del Prof. Barrio, me llevan
a afirmar nego maiorem en relación con presupuesto básico en que se inspira, como es el concepto “sustancialista”
de persona. De ello no se sigue ergo nego consequentiam, ya que considero válidos los desarrollos derivados un saber ya
consolidado y justamente calificado como “perenne”, pero que están a la espera
de recibir un enriquecimiento derivado de la profundización en dicho concepto
nuclear en la antropología filosófica.
Este tipo
de cuestiones, capaces de avivar el potencial de la mente, y entusiasmar a los
aficionados, son las que desearía encontrar en los escritos e intervenciones de
mi amigo José María, a quien leo entretenido y muy a gusto, pero con la
nostalgia de saber que no voy a encontrar sino una reiteración, con añadidos y
ornamentos, de lo ya sabido. Estoy convencido de que un pensador de raza como
es él podría conquistar horizontes que aún están sin explorar, y por ello le
animo a que deje el regazo de su maestro y se encarame a sus hombros, aun con
el riesgo de caer, para ver lo que él no vio, y que asuma su parte en la
responsabilidad de desvelar la verdad, aunque sea solo la suya.
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(2) GILSON,
E.: El espíritu de la filosofía medieval. Rialp, Madrid, 1981.