jueves, 9 de mayo de 2013

Un poeta en el mundo

En la novela Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister de Goethe (1796) Meister le replica con vehemencia a su amigo Werner, quien mantenía una opinión opuesta a la suya:


-Cómo te equivocas, buen amigo, si crees que una obra cuya primera idea debe ocupar toda el alma puede realizarse en horas perdidas. No. el poeta debe embeberse en los objetos amados. El que ha sido dotado por el Cielo con el mejor de los dones, que guarda en su pecho un tesoro que siempre crece, debe vivir en serena dicha junto a sus preciosos bienes, que un rico intenta en vano adquirir con el dinero que ha acumulado. Mira cómo los hombres corren tras la felicidad y el placer. Sus deseos, sus esfuerzos, su dinero se ponen en persecución, ¿de qué? De aquello que el poeta obtiene por la naturaleza, del placer por el mundo, del sentimiento de compenetración de uno mismo con otros, de una armónica comunidad con otras cosas frecuentemente inconciliables.

¿Qué es lo que intranquiliza más a los hombres? No poder conectar sus conceptos con las cosas. Que el placer les sea arrebatado de entre las manos. Que lo deseado llegue muy tarde. Y que todo lo conseguido y obtenido no llenen el corazón de aquello que el deseo intuye en la lejanía. El destino ha elevado al poeta por encima de todo esto. El ve agitarse sin sentido y sin objeto el tumulto de las pasiones, las familias y los imperios, ve las falsas interpretaciones que hacen insolubles enigmas de acertijos que se podrían resolver con monosílabos. Al poeta le atañe todo lo triste y lo dichoso del destino humano. Mientras que el hombre de mundo deja pasar sus días torturándose por el pesar de alguna pérdida o se apresu­ra con desaforada alegría a abrazar su destino, la sensible y emotiva alma del poeta y las modulaciones de su lira, al igual que el sol pasa de la noche al día, hacen armónicos tránsitos de la alegría a la pena. En el centro de su corazón crece la bella flor de la sabiduría y mientras los demás sueñan despiertos y se asustan por las monstruosas representaciones de sus sen­tidos, él vive despierto el sueño de la vida y lo más raro que pueda ocurrir es para él al mismo tiempo presente y futuro. Y de esa manera el poeta es a la vez maestro, profeta y amigo de los dioses y de los hombres. ¿Cómo quieres pues que se dedique a un miserable negocio? Él, que ha sido hecho al modo de las aves, para ir sobrevolando el mundo, para anidar en las altas cumbres y para obtener su alimento de yemas y frutos yendo de rama en rama, ¿habría de ser uncido al yugo como el buey?, ¿habría de habituarse como un perro a seguir rastros o a que se le pusiera una cadena al cuello para cuidar con sus ladridos de la seguridad de una granja?

Como bien se podrá pensar Werner lo había estado escuchando con sorpresa.

-Si los hombres fueran como los pájaros -le replicó-, que sin hilar ni tejer pudieran vivir días felices en constante goce... Si, nada más llegar el invierno, pudieran ir a lejanas regiones para eludir la escasez y cobijarse del frío…

-Así vivían los poetas en las épocas en que se apreciaba mucho más lo digno de admiración y así quieren seguir viviendo. Eran suficientemente ricos en su interior como para necesitar mucha aportación externa; el don de expresar bellos sentimientos, de representar magníficas imágenes con palabras y melodías dulces y cercanas a cada uno de los objetos, llenó desde entonces el mundo de encanto. Aquel don fue para los elegidos una preciosa riqueza. En las cortes de los reyes, en las mesas de los ricos y ante las puertas de los enamorados se dejaban oír sus cantos y se cerraban el oído y el alma a cualquier otro sonido, del mismo modo que nos consideramos dichosos y nos sentimos fascinados cuando por los matorrales entre los que caminamos se escucha penetrante, poderosa y cautivadora la voz del ruiseñor. Así los poetas encontraron un mundo hospitalario y su talento realzaba su aparente baja condición. El héroe seguía con atención sus cantos, él, vencedor del mundo, alababa al cantor porque sentía que, sin la ayuda del poeta, su rica existencia pasaría como una tormenta, sin dejar rastro. El amante deseaba sentir sus deseos y sus placeres con tantos matices y tan armónicamente como sabían reflejarlos los labios inspirados. Incluso el rico no podía ver mejor apreciados sus posesiones y sus ídolos que a la luz de los cantos del espíritu que todo valora y realza. Sí, ¿quién nos ha elevado hasta los dioses, quién nos los ha hecho accesibles sino el poeta?

El poeta, c. 1620-1621. Grabado de Jusepe de Ribera.

                Un hombre, cuyo cuerpo cubre un voluminoso manto y su cabeza adorna una corona de laurel, se apoya sobre un gran bloque de piedra, tras el cual emerge el tronco de un árbol. Todos los elementos de la composición connotan tristeza y desolación. La piedra no es un simple objeto natural, sino un sillar que conoció tiempos mejores, en los que con seguridad ofrecía caras y aristas perfectas, y formaba parte de algún edificio u obra de ingeniería imponente. El tiempo ha mellado sus perfiles, ha producido una profunda grieta que amenaza su integridad y, sobre todo, lo ha despojado de su noble función, convirtiéndolo en un simple accidente en el terreno. Connotaciones parecidas transmite el tronco del fondo: su volumen nos habla del poder y la nobleza que llegó a tener, pero su rama truncada o las escasas hojas que contiene son testimonios de decadencia y vejez. La hiedra que recorre el tronco sin duda acelerará su final.
 
                Estos elementos crean una atmósfera desolada que sirve para enmarcar el gesto del per­sonaje y nos ayuda a entender el significado del mismo. La caracterización del personaje se lleva a cabo mediante tres medios diferentes que interactúan: su vestimenta, la corona de laurel y su gesto. El amplio manto lo sitúa en el tiempo abstracto al que pertenecían após­toles y otros personajes de la historia sagrada, filósofos antiguos o personificaciones alegó­ricas. Es un recurso frecuente en la Edad Moderna para designar un tiempo sin tiempo, en contraposición con las connotaciones más coyunturales de una indumentaria moderna.
 
                Por su parte, la corona de laurel identifica al personaje con un intelectual, y mucho más con­cretamente con un poeta. Llama mucho la atención esta corona por lo abundante de sus hojas y lo encrespadas que están. No descansan suavemente sobre la cabeza ni se conciben como una recompensa pues amenazan con herir la piel, y son casi un castigo. El conjunto recuerda más a una co­rona de espinas que a una corona de laurel; y a esa impresión contribuye la actitud ensi­mismada y meditabunda del personaje, que parece abrumado por un peso espiritual in­menso.
 
                Sin embargo, el gesto de apoyar la cabeza sobre la mano contaba con una importante tra­dición iconográfica que relacionaba el humor melancólico con la actividad intelectual. La imagen de Ribera, con su poeta abrumado por sus propios pensamientos, participa plenamente de esa tradición, y constituye un eslabón importante de una cadena de estampas con contenidos similares. Dentro de ese grupo, esta estampa adquiere un lugar propio, y se destaca porque es la imagen en la que el personaje aparece más abatido y derrotado. A la sensación de abatimiento contribuye el hecho de que es alrededor del rostro donde se concentran las sombras más densas de la obra.
 
          El grabador nos ofrece una pista acerca de la naturaleza de su turbación y su desconsuelo. El sillar agrietado y desgastado sobre el que descasa el brazo, y el tronco envejecido del fondo nos hablan del paso del tiempo y de sus estragos, y sitúan la triste reflexión del poeta en un plano elegiaco. La altísima capacidad connotativa de la imagen permite trascender el intento de una identificación concreta del personaje, y convierte la estampa en un auténtico emblema de la poesía, en lo que tiene esta forma literaria de instrumento para meditar sobre el fluir del tiempo y de la vida.


martes, 7 de mayo de 2013

La vida en la edad dorada


           Después que Don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz a semejantes razones:

           ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío!

           Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sustento, tomar otro trabajo que izar la mano, y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado ruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano sin interés alguno la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas sobre rústicas estacas, sustentadas no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por todas partes de su fértil y espacioso seno lo que pudiese hartar, sustentar y deleitar a los hijos que entonces la poseían.

           Entonces sí que andaban las simples y hermosas zagalejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra; y no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes lampazos y hiedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas, como van ahora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos.

           No habían el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y la llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas y la honestidad andaban, como tengo dicho, por donde quiera, solas y señoras, sin temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto y propia voluntad. Y ahora en estos nuestros detestables siglos no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta; porque allí por los resquicios o por el aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos.

           De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero; que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía por saber que, sin saber vosotros esta obligación, me acogisteis y regalasteis, es razón que con la voluntad a mí posible os agradezca la vuestra.

Don Quijote de la Mancha. Capítulo XI

lunes, 6 de mayo de 2013

El espíritu público


   ¿Qué es el espíritu público? Es la percepción y la pasión del bien común, la cual es la base de un buen gobernante y aun de un perfecto funcionario. ¿Es lo mismo que el patriotismo? No es lo mismo. El patriotismo es de todos, y el espíritu público es de hombres y mujeres superiores, de una minoría selecta, que puede ser casi mayoría o bien puede reducirse al extremo en las sociedades que están en decadencia. Se puede decir que es la parte superior del patriotismo.

Habitualmente el espíritu público requiere fina cultura intelectual, porque el «bien común» sólo lo ven los capaces de ver lo general y de percibir claramente una cantidad de cosas invisibles, como la justicia, el orden, la paz, el honor, la dignidad, la grandeza; cosas en que consiste el verdadero vínculo que forma un pueblo. Si el bien nacional consistiese solamente en lo económico (como lo creyó el individualismo liberal del siglo XIX), bien se podría tener espíritu público poseyendo la aritmética y la avaricia; pero aun para ver claro lo económico en grande y en general se necesita algo de mente filosófica, como la tuvo el autor de La riqueza de las naciones, fundador de la moderna economía política.

¿No dice nada el hecho de que los fundadores del imperio inglés (imperio eminentemente económico) poseían todos una formación filosófica traída de Oxford y Cambridge? Así, pues, el espíritu público supone una superioridad espiritual y una excelencia humana que es imposible tengan todos, ni siquiera la mayoría, y es la señal y la condición de una convivencia sana. Decir que un hombre o una mujer tiene «espíritu público» es hacerle gran alabanza.

Analizando el espíritu público se ve que consta de las siguientes formalidades:

1.                   Percepción intelectual no confusa, sino clara, del bien común o interés general, que no se confunde con el bien particular de una familia, un grupo o una «clase» tan siquiera. Esta percepción requiere amplitud de miras y un hondo convencimiento.
2.                   Voluntad recta de promover ese bien general de forma habitual y constante.
3.                   Los afectos y sentimientos que forman y actualizan esa voluntad, que se podrían resumir en la expresión «pasión política» si estas dos palabras no fueran tan equívocas.

Tomás de Aquino diría que el espíritu público no es más que una forma superior de la «caridad», o sea amor a Dios y al prójimo; y Dante los pondría en el segundo y tercer cielo: el cielo de Saturno y de Marte. Feliz, pues, el país que tenga hombres y mujeres con el espíritu público puesto en su lugar, y desdichado el país que no los tenga, porque, sin ser politiqueros, estarán capacitados para ser «políticos», en el sentido noble que da Baltasar Gracián al vocablo.

En su gran serie de novelas La comedia humana, Balzac registra la decadencia del espíritu público en Francia a partir del segundo imperio o dictadura de Napoleón III; período que califica, con frase genial, una tiranía moderada por la corrupción.

Las universidades han de atender a la «formación política» de los jóvenes insistiendo en la importancia de las humanidades, encaminadas a la obtención del espíritu público. La grandeza de un pueblo se mide por la abundancia de hombres y mujeres con espíritu público, hasta llegar a la lucha y a la muerte martirial. Que Dios nos conserve esa gran excelencia humana.