Esta
publicación el Prof. Jouve aporta magistralmente los “datos” de la ciencia que
cultiva de manera accesible al inexperto, o, como dice en otro lugar, “la
verdad de los hechos” constitutivos de la vida, para derivar contundentemente de
ellos la tutela que le es “debida”. Sin ninguna restricción el autor considera
que es en el “humanismo cristiano” donde se encuentran los términos adecuados
para darle contenido a este deber (pág. 169). La trayectoria del análisis que le
lleva a esta conclusión consiste en que “la ciencia aporta los datos y el
conocimiento de los fenómenos naturales, la filosofía racionaliza el
conocimiento y lo ha de integrar en el contexto de una antropología adecuada,
la ética ha de valorar las consecuencias del uso o abuso de los hechos
conocidos y, finalmente, el derecho ha de defender los principios morales que
la ética haya establecido e instituir normas para la protección” (pág. 12).
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Siguiendo esta trayectoria, creo que
el Prof. Jouve logra “parcialmente” en su
libro el objetivo de fundamentar en las ciencias de la vida los deberes respecto
a ella. Y digo “parcialmente” porque la trayectoria que sigue conduce a un
logro según el dictado de la recta razón,
que, como dijo el afamado pensador
holandés Hugo Grocio en relación con el Derecho de Gentes, obligaría aunque
Dios no existiese, aunque considerara “impío” pensar en esta posibilidad. La
fundamentación de una supuesta ley “natural” sobre la vida con base exclusiva
en los datos de la ciencia y en la elucubración de la razón pierde con ello su
carácter de relación de deuda para con Dios, para reducir su fuerza de obligar
al simple dictado de la prudencia, anulando de esta forma el implícito de
universalidad que corresponde a una ley que aspira a ser “natural”.
Si Dios no existe,
entonces el Universo no ha sido creado. Una consecuencia inmediata es que yo no
debo nada a nadie por el hecho de formar parte de él. Si existe alguna razón
para observar una ley moral, ésta no puede consistir en honrar a Aquél que nos
creó, ya que el Universo no tiene un sentido más allá de sí mismo; su
funcionamiento es el que es, sin otra consideración ulterior, y en ello no
refleja ni las intenciones ni la bondad de quien lo podría haber diseñado y
creado. Consecuentemente, no hay ningún argumento en contra del “gorrón natural”,
calificado como “pecador” por el creyente. Cualquiera que piense que puede
beneficiarse de las leyes naturales fundadas en la prudencia, sin tener que
cargar con el coste asociado a cumplirlas, puede hacerlo con la misma
legitimidad que quien se ajusta a ellas. Un no creyente puede argumentar: ¿qué
relevancia tiene que una de las finalidades de la tendencia sexual sea la
procreación para deducir que no puedo utilizarla de forma que sea incompatible
con ella? La única conclusión que puedo sacar de la conexión entre sexualidad y
procreación es que cuando tengo relaciones sexuales debo de ser prudente. Así
como se puede desarrollar una justificación del matrimonio y la familia sobre
la base del uso prudencial de la potencia sexual y el recambio generacional
consiguiente, además de la posibilidad de
procrear también cabe considerar otras cuestiones que pueden estar implicadas,
como los celos, el vacío emocional, pérdida de confianza de mi pareja, etc., para
justificar otras formas distintas de relación.
El sentido del deber
respecto al dictado de una la ley natural exclusivamente basada en la prudencia
es muy endeble. Para quienes gorronean
con ella lo que es bueno coincide con lo que es deseable, y lo deseable no es
más que aquello que de hecho desean. Desde
su punto de vista, el bien por el cual sienten la mayor atracción es el bien
superior, simplemente porque es el que desean con más intensidad. Frente a este
planteamiento, el creyente, que concibe la ley natural como la expresión en la
criatura humana de la ordenación que Dios impone al universo y a la sociedad
hacia el bien, puede aducir que los “gorrones”, por designio divino, sacrifican
bienes superiores a cambio de bienes que son inferiores, y que deberían desear
algo mejor en beneficio propio según el dictado de la ley natural.
Aunque el Prof.
Jouve hace referencia en el libro a la singularidad de la vida humana en la
obra del Creador (pág. 13), o a la ruptura con el sentido trascendente de la vida
en el marco social y cultural actual (pág. 169), considero que su argumentación
ganaría consistencia insistiendo en la íntima conexión de la Segunda Tabla de
la Ley con los deberes para con Dios que se formulan en la Primera.
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Si la razón práctica, con los datos
obtenidos de la ciencia experimental, sin
referencia a la existencia de un Dios trascendente como principio primordial
del Cosmos, no fundamentan suficientemente el trato que merece la vida de forma
universal, el objetivo tampoco se consigue acabadamente examinando el
“manantial de la vida” mediante la investigación genética, como dice el
sugestivo título que lleva el libro, ya que los métodos propios de la
investigación biológica no son aptos para descifrar la “sacralidad” de su
origen. Lo expondré con una breve narración.
Imaginemos que vamos
de excursión por la montaña contemplando un paisaje que nos es conocido, y en
un quiebro del camino vemos un punto de luz en el suelo. La curiosidad me lleva
a acercarme y coger el “elemento” de dónde proviene la luz. Al examinarlo,
sostengo ante mis compañeros de excursión la hipótesis de que el elemento que tengo en mis manos es una
estructura sólida que no emite luz propia sino que refleja de la luz del sol.
Para verificar esta hipótesis, lo
golpeo con un piquete y observamos que el elemento se rompe con facilidad en
estructuras análogas más pequeñas que emiten luz, cada una de distinta
coloración, lo cual revela que la luz que emiten no es propia, sino el reflejo
del sol según longitudes de onda distintas. Entre todos llegamos a la
conclusión que el nuevo elemento que hemos encontrado es un cristal y acordamos
denominarlo “cuarzo”.
En este sucedido
imaginario se aprecia que la densidad
real del cristal de “cuarzo” que nos hemos encontrado -el “manantial” de su
realidad física- corresponde primordialmente a su materia, que por la
información de una forma fija se dice que es la “sustancia” cuarzo según el
hilemorfismo clásico. La inteligencia, con su capacidad abstractiva puede mediante
el análisis y la experimentación ahondar en este objeto de conocimiento hasta
explicitar su forma de ser al completo, de tal forma que la realidad empírica
del cuarzo pueda llegar a fabricarse artificialmente, simulando su proceso de
formación natural.
Si continuamos la
excursión, y en un descanso junto a una fuente alguno descubre una flor
desconocida, evidentemente podrá llegar a identificarla por su semejanza a
otras flores de su variedad con características semejantes. Sin embargo, no
podrá explicitar su ser al completo como ocurre con el cuarzo, porque la flor
es un ser vivo. Cualquier hipótesis
que pretenda develar la sustancia de la flor como ser vivo no podrá ser objeto
de verificación porque su condición de
flor consiste precisamente en su propia vitalidad. El “manantial” de su
existencia no está primariamente en la materialidad de su organismo, como
ocurría con el cuarzo, sino en la “formalidad” que controla el movimiento de
nutrición, formación de tejidos, crecimiento, reproducción, etc., por el cual
se constituye en una flor típica de una determinada variedad. Como objeto de
conocimiento la flor es el “organismo”, cuyo estatuto es sólo el de la manifestación de una entidad que
consiste en un movimiento autorregulado. La inteligencia no alcanza a explicitar
el ser profundo de su “vida”, pues la prioridad formal del movimiento domina sobre
la materialidad y eficiencia por las que se manifiesta como una flor. La flor
se puede simular con un constructo artificial a partir del conocimiento logrado sobre ella, pero en ningún caso
fabricar originalmente como ser vivo, porque al ser un movimiento controlado
por principio no tiene un estatuto ideal previo como lo llega a tener el cuarzo
si se investiga en él. El ser de la vida está indisociablemente unido a su
operar, y así se dice que su ser no es “sustancia” sino “naturaleza”. Consecuentemente,
el ser de la vida es siempre un viviente
real y concreto, pues la vida carece de un plano ideal al que se puedan
ajustar sus manifestaciones empíricas.
Es cierto que la
investigación biológica ha desvelado que la causa formal del organismo vivo es el
genoma, que contiene toda la información que identifica al ser vivo individual.
Sin embargo, hay que añadir sin dilación que durante el proceso de diferenciación
celular característico de la embriogénesis, por el que se constituyen los
distintos órganos, la información que contiene el genoma no se reitera en toda
su actualidad formal. Dicha información se aprovecha sólo por partes y de forma
recíprocamente coordinada. Sólo así puede
producirse el crecimiento organizado constitutivo de un organismo unitario. Por
ello, junto al genoma ha de coexistir una causa formal superior a cuyo cargo
corra la coordinación de los aprovechamientos parciales de la información
genética. Sin esta coordinación in fieri
de la información no es posible el crecimiento característico de la vida, y
sugiere lo que la biología clásica denomina “alma”, con lo que se expresa la
prioridad ontológica de la forma en el ser que es propio de la vida, inagotable
no sólo en su expresión empírica sino también como objeto de conocimiento.
Consecuentemente, sin
la referencia a Dios como principio
primordial en el orden del ser, la investigación genética por sí sola no
alcanza a formular una “cultura de la vida” con validez universal, por la incapacidad del pensamiento de desvelar su
origen sin residuo. Parece que Dios, así como nos ha otorgado un dominio
despótico sobre el mundo físico, se ha reservado el control en origen de la
vida, confiándonos únicamente su custodia.
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En el
plano jurídico, las observaciones anteriores permiten sostener que la garantía
constitucional de la vida no se sigue adecuadamente del reconocimiento de un
“derecho a la vida” (art. 15 CE), y exige la formulación de un derecho fundamental del viviente a su propio
organismo, que integre su protección durante el «ciclo vital» completo con
igual intensidad. Si la vida es el viviente mismo, el derecho a la vida es una formulación incongruente en la que el sujeto
está ausente. Al concentrar su protección en el organismo, con distinta
intensidad en función de las fases de su desarrollo, este supuesto derecho desconoce
el ser profundo de la vida, que extravasa la categoría de “cosa” y su identidad
no admite la clausura dentro de los límites fijados de antemano en una
disposición legal.