miércoles, 27 de marzo de 2013

EL MANANTIAL DE LA VIDA

COMENTARIO AL LIBRO: JOUVE, N.: El manantial de la vida. Genes y bioética. Encuentro, Madrid, 2012.

Esta publicación el Prof. Jouve aporta magistralmente los “datos” de la ciencia que cultiva de manera accesible al inexperto, o, como dice en otro lugar, “la verdad de los hechos” constitutivos de la vida, para derivar contundentemente de ellos la tutela que le es “debida”. Sin ninguna restricción el autor considera que es en el “humanismo cristiano” donde se encuentran los términos adecuados para darle contenido a este deber (pág. 169). La trayectoria del análisis que le lleva a esta conclusión consiste en que “la ciencia aporta los datos y el conocimiento de los fenómenos naturales, la filosofía racionaliza el conocimiento y lo ha de integrar en el contexto de una antropología adecuada, la ética ha de valorar las consecuencias del uso o abuso de los hechos conocidos y, finalmente, el derecho ha de defender los principios morales que la ética haya establecido e instituir normas para la protección” (pág. 12).

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            Siguiendo esta trayectoria, creo que el Prof. Jouve logra “parcialmente” en su libro el objetivo de fundamentar en las ciencias de la vida los deberes respecto a ella. Y digo “parcialmente” porque la trayectoria que sigue conduce a un logro según el dictado de la recta razón, que, como dijo el afamado pensador holandés Hugo Grocio en relación con el Derecho de Gentes, obligaría aunque Dios no existiese, aunque considerara “impío” pensar en esta posibilidad. La fundamentación de una supuesta ley “natural” sobre la vida con base exclusiva en los datos de la ciencia y en la elucubración de la razón pierde con ello su carácter de relación de deuda para con Dios, para reducir su fuerza de obligar al simple dictado de la prudencia, anulando de esta forma el implícito de universalidad que corresponde a una ley que aspira a ser “natural”.

Si Dios no existe, entonces el Universo no ha sido creado. Una consecuencia inmediata es que yo no debo nada a nadie por el hecho de formar parte de él. Si existe alguna razón para observar una ley moral, ésta no puede consistir en honrar a Aquél que nos creó, ya que el Universo no tiene un sentido más allá de sí mismo; su funcionamiento es el que es, sin otra consideración ulterior, y en ello no refleja ni las intenciones ni la bondad de quien lo podría haber diseñado y creado. Consecuentemente, no hay ningún argumento en contra del “gorrón natural”, calificado como “pecador” por el creyente. Cualquiera que piense que puede beneficiarse de las leyes naturales fundadas en la prudencia, sin tener que cargar con el coste asociado a cumplirlas, puede hacerlo con la misma legitimidad que quien se ajusta a ellas. Un no creyente puede argumentar: ¿qué relevancia tiene que una de las finalidades de la tendencia sexual sea la procreación para deducir que no puedo utilizarla de forma que sea incompatible con ella? La única conclusión que puedo sacar de la conexión entre sexualidad y procreación es que cuando tengo relaciones sexuales debo de ser prudente. Así como se puede desarrollar una justificación del matrimonio y la familia sobre la base del uso prudencial de la potencia sexual y el recambio generacional consiguiente, además de la posibilidad de procrear también cabe considerar otras cuestiones que pueden estar implicadas, como los celos, el vacío emocional, pérdida de confianza de mi pareja, etc., para justificar otras formas distintas de relación.

El sentido del deber respecto al dictado de una la ley natural exclusivamente basada en la prudencia es muy endeble. Para quienes gorronean con ella lo que es bueno coincide con lo que es deseable, y lo deseable no es más que aquello que de hecho desean. Desde su punto de vista, el bien por el cual sienten la mayor atracción es el bien superior, simplemente porque es el que desean con más intensidad. Frente a este planteamiento, el creyente, que concibe la ley natural como la expresión en la criatura humana de la ordenación que Dios impone al universo y a la sociedad hacia el bien, puede aducir que los “gorrones”, por designio divino, sacrifican bienes superiores a cambio de bienes que son inferiores, y que deberían desear algo mejor en beneficio propio según el dictado de la ley natural.

Aunque el Prof. Jouve hace referencia en el libro a la singularidad de la vida humana en la obra del Creador (pág. 13), o a la ruptura con el sentido trascendente de la vida en el marco social y cultural actual (pág. 169), considero que su argumentación ganaría consistencia insistiendo en la íntima conexión de la Segunda Tabla de la Ley con los deberes para con Dios que se formulan en la Primera.

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            Si la razón práctica, con los datos obtenidos de la ciencia experimental, sin referencia a la existencia de un Dios trascendente como principio primordial del Cosmos, no fundamentan suficientemente el trato que merece la vida de forma universal, el objetivo tampoco se consigue acabadamente examinando el “manantial de la vida” mediante la investigación genética, como dice el sugestivo título que lleva el libro, ya que los métodos propios de la investigación biológica no son aptos para descifrar la “sacralidad” de su origen. Lo expondré con una breve narración.

Imaginemos que vamos de excursión por la montaña contemplando un paisaje que nos es conocido, y en un quiebro del camino vemos un punto de luz en el suelo. La curiosidad me lleva a acercarme y coger el “elemento” de dónde proviene la luz. Al examinarlo, sostengo ante mis compañeros de excursión la hipótesis de que el elemento que tengo en mis manos es una estructura sólida que no emite luz propia sino que refleja de la luz del sol. Para verificar esta hipótesis, lo golpeo con un piquete y observamos que el elemento se rompe con facilidad en estructuras análogas más pequeñas que emiten luz, cada una de distinta coloración, lo cual revela que la luz que emiten no es propia, sino el reflejo del sol según longitudes de onda distintas. Entre todos llegamos a la conclusión que el nuevo elemento que hemos encontrado es un cristal y acordamos denominarlo “cuarzo”.

En este sucedido imaginario se aprecia que la densidad real del cristal de “cuarzo” que nos hemos encontrado -el “manantial” de su realidad física- corresponde primordialmente a su materia, que por la información de una forma fija se dice que es la “sustancia” cuarzo según el hilemorfismo clásico. La inteligencia, con su capacidad abstractiva puede mediante el análisis y la experimentación ahondar en este objeto de conocimiento hasta explicitar su forma de ser al completo, de tal forma que la realidad empírica del cuarzo pueda llegar a fabricarse artificialmente, simulando su proceso de formación natural.

Si continuamos la excursión, y en un descanso junto a una fuente alguno descubre una flor desconocida, evidentemente podrá llegar a identificarla por su semejanza a otras flores de su variedad con características semejantes. Sin embargo, no podrá explicitar su ser al completo como ocurre con el cuarzo, porque la flor es un ser vivo. Cualquier hipótesis que pretenda develar la sustancia de la flor como ser vivo no podrá ser objeto de verificación porque su condición de flor consiste precisamente en su propia vitalidad. El “manantial” de su existencia no está primariamente en la materialidad de su organismo, como ocurría con el cuarzo, sino en la “formalidad” que controla el movimiento de nutrición, formación de tejidos, crecimiento, reproducción, etc., por el cual se constituye en una flor típica de una determinada variedad. Como objeto de conocimiento la flor es el “organismo”, cuyo estatuto es sólo el de la manifestación de una entidad que consiste en un movimiento autorregulado. La inteligencia no alcanza a explicitar el ser profundo de su “vida”, pues la prioridad formal del movimiento domina sobre la materialidad y eficiencia por las que se manifiesta como una flor. La flor se puede simular con un constructo artificial a partir del conocimiento logrado sobre ella, pero en ningún caso fabricar originalmente como ser vivo, porque al ser un movimiento controlado por principio no tiene un estatuto ideal previo como lo llega a tener el cuarzo si se investiga en él. El ser de la vida está indisociablemente unido a su operar, y así se dice que su ser no es “sustancia” sino “naturaleza”. Consecuentemente, el ser de la vida es siempre un viviente real y concreto, pues la vida carece de un plano ideal al que se puedan ajustar sus manifestaciones empíricas.

Es cierto que la investigación biológica ha desvelado que la causa formal del organismo vivo es el genoma, que contiene toda la información que identifica al ser vivo individual. Sin embargo, hay que añadir sin dilación que durante el proceso de diferenciación celular característico de la embriogénesis, por el que se constituyen los distintos órganos, la información que contiene el genoma no se reitera en toda su actualidad formal. Dicha información se aprovecha sólo por partes y de forma recíprocamente coordinada. Sólo así puede producirse el crecimiento organizado constitutivo de un organismo unitario. Por ello, junto al genoma ha de coexistir una causa formal superior a cuyo cargo corra la coordinación de los aprovechamientos parciales de la información genética. Sin esta coordinación in fieri de la información no es posible el crecimiento característico de la vida, y sugiere lo que la biología clásica denomina “alma”, con lo que se expresa la prioridad ontológica de la forma en el ser que es propio de la vida, inagotable no sólo en su expresión empírica sino también como objeto de conocimiento.

Consecuentemente, sin la referencia a Dios como principio primordial en el orden del ser, la investigación genética por sí sola no alcanza a formular una “cultura de la vida” con validez universal, por la incapacidad del pensamiento de desvelar su origen sin residuo. Parece que Dios, así como nos ha otorgado un dominio despótico sobre el mundo físico, se ha reservado el control en origen de la vida, confiándonos únicamente su custodia.

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            En el plano jurídico, las observaciones anteriores permiten sostener que la garantía constitucional de la vida no se sigue adecuadamente del reconocimiento de un “derecho a la vida” (art. 15 CE), y exige la formulación de un derecho fundamental del viviente a su propio organismo, que integre su protección durante el «ciclo vital» completo con igual intensidad. Si la vida es el viviente mismo, el derecho a la vida es una formulación incongruente en la que el sujeto está ausente. Al concentrar su protección en el organismo, con distinta intensidad en función de las fases de su desarrollo, este supuesto derecho desconoce el ser profundo de la vida, que extravasa la categoría de “cosa”  y su identidad no admite la clausura dentro de los límites fijados de antemano en una disposición legal.