En una reciente reunión de amigos comentamos el libro El sentido del asombro, escrito por Rachel Carson (1907-1964), inspiradora del ecologismo moderno. Os transcribo un texto del Prof. L. Polo que se refiere a este sentimiento, que surge al descubrir el misterio que se manifiesta en el conocimiento de la naturaleza.
El
asombro tiene que ver con el encuentro con la verdad, que puede acontecer de
muchas maneras. Hay entonces como una incitación, una admiración ante la
apreciación de la novedad. Es algo así como un estreno, y entonces se llega a
decir: la he encontrado, pero todavía no la he enunciado. De pronto me encuentro
desconcertado ante una realidad que se me aparece, inabarcada, en toda su
amplitud. A ese estreno se añade el ponerse a indagar en aquello que la
admiración presenta como todavía no sabido. Ello reclama cierta ingenuidad, sinceridad
de vida, no admitir la mentira en uno mismo, y pone en marcha al sujeto que busca
la verdad para poder servirla. El asombro, la admiración, no es la posesión de
la verdad, sino su inicio. El que no admira, no se pone en marcha, no sale al
encuentro de la verdad.
En nuestra época parecemos
acostumbrados a todo: no nos damos cuenta de cuán espléndido es lo nuevo.
Asistimos a muchos cambios; sin embargo, sólo son cambios de moda, de modos:
este sentido de lo nuevo tiene que ver con lo caleidoscópico; no son novedades
reales, sino recombinaciones. Hoy se arbitran múltiples procedimientos para
llamar la atención de la gente, para que el público pique. Estamos solicitados
por muchos estímulos, por muchas llamadas vertidas en los trucos publicitarios.
La admiración no
tiene nada que ver con esto. No es el llamar la atención utilizando
procedimientos propagandísticos. No es una cuestión de imagen. La admiración no es la
fascinación. Fascinada, la persona es manejada por intereses ajenos y
particulares, pero la búsqueda de la verdad es una actividad del hombre libre
que exige ponerse en marcha desde dentro, ser activo. Ante la publicidad uno es
pasivo: con ella se intenta motivar e inducir. La admiración es el despertar
del sueño, de la divagatoria, pues desde ella se activa el pensar para
descifrar algo insospechado, pero no ajeno.
En la época del
triunfo de la publicidad hablar del asombro exige ciertas precisiones. Casi
siempre, lo que se nos pide hoy no es admiración, sino una especie de
suspensión estática del ánimo ante lo que no es más que una exhibición. La
admiración es menos pretenciosa. Cuando se admira no aparece lo brillante, sino
un resplandor todavía impreciso. En ella la excelencia no se exhibe, sino que
más bien se oculta. Admirarse es como presentir o adivinar: un anticipo, no
débil, sino pregnante, pero sin palabras. No es una incitación al éxtasis. El
extático es el que se queda como alelado, y sólo sabe salir de sí (ex-stare);
es una especie de emigrante a otra cosa. En cierto modo, se trata de un
desarrollo de la admiración, pero no completo, sino unilateral; la admiración
no es sólo una invitación a ir por algo, sino a erguirse.
Ese carácter indeterminado que
tiene la admiración se refiere tanto al objeto como a uno mismo, a los propios
resortes que tendrían que responder a lo admirable, pero sin acertar a saber
todavía cómo. Hay una imprecisión en la admiración que hace difícil su
descripción psicológica. Hay una clara ignorancia ante lo admirable o
admirado, que no se muestra patentemente, pero a su vez, tampoco el hombre sabe
qué recursos humanos debe poner en marcha para penetrar o hacerse cargo de lo
admirable. Ahora bien, esa indeterminación no comporta inseguridad, sino todo lo
contrario. Lo que no comporta es certeza,
porque lo admirable no es un predicado ni admite predicados. Y eso quiere decir
que es una situación sin precedentes; no es un proceso cognitivo típico. Cuando
uno se admira es como si “cayera” en la admiración: el asombro se experimenta
por primera vez porque antes de admirarse uno no sabía que se podía admirar.
Con estas
indicaciones estoy intentando conducir descriptivamente a la admiración. Hay
quien todavía no ha tenido la suerte de caer en ella, sino que se admirará en
otro momento de su vida. Digo suerte porque esto no tiene explicación lógica,
ni depende de condiciones manejables, como ocurre con el saber práctico.
El saber práctico no es
admirable, ocupa nuestra atención, pero sabemos de qué se trata. El hombre
desempeña un “rol” en la sociedad según sus aptitudes. Pero en la admiración lo
práctico se deja de lado. Con la angustia pasa igual: es “aquello” respecto de
lo cual no sé cómo comportarme. La angustia es un no saber qué hacer, pero no
saber qué hacer hasta el punto que no tiene sentido ni el preguntar qué hago.
Por eso la angustia no es psicológica, sino la pura suspensión del saber
comportarse. El que se admira de esta manera nota una falta de conveniencia en
lo práctico: lo admirable no se maneja. Por eso en las culturas pragmatistas la
admiración puede aparecer patéticamente como angustia. La angustia es el
sentimiento de los sentimientos, aquello en nosotros que se corresponde con la
insuficiencia de cualquier práctica.
La admiración lleva
consigo un descubrimiento inicial: se cae en la cuenta de que no hay sólo
procesos. Pero la ausencia de proceso ¿qué es? ¿Qué es lo admirable? Lo
estable, o si quieren, la quietud. Dicho más rápidamente: lo intemporal. Caer
en la admiración es caer en la cuenta de que no sólo entra en juego el tiempo;
al admirase se vislumbra lo extratemporal, lo actual. Esto es lo que tiene de
acicate la admiración. No sólo existe el movimiento, no sólo existe el tiempo,
no todo es evento, proceso, sino que se da, hay,
lo actual, lo que no está surcado por ninguna inquietud. La advertencia de lo
estable es lo asombroso. ¿Es poco descubrimiento? No es un descubrimiento
acabado, pero caer en la cuenta de que no todo pasa, no todo fluye, que no todo
es efímero, eso es admirar. La admiración solamente es posible si hay algo que
se mantiene, y por eso es subitánea, no está preparada temporalmente. Lo
temporal no es admirable; porque nos trae azacanados y nos gasta, es el reino
del gasto. La admiración nos libra del imperio tiránico del tiempo: lo más
primario, el fundamento de lo real no es temporal.
Esto constituye el centro de la
admiración y lo que tiene de milagro. Lo prodigioso es que no haya sólo tiempo.
Desde que el hombre nace, sus vivencias están trenzadas y vertidas en la
temporalidad. El saber práctico es temporal, se refiere a lo contingente, a lo
que puede ser de una manera o de otra. También lo proposicional tiene que ver
con el tiempo, porque el perro blanco puede dejar de ser blanco y además ha
empezado a serlo.
Caer en la cuenta de que no sólo
hay tiempo tiene el carácter de un acicate para saber más. La averiguación de
lo intemporal no es de poca monta, y sólo quien se ha admirado lo sabe; si no,
puede que lo haya oído, pero no lo sabe. ¡Qué cosa más sorprendente que en la
existencia humana, de pronto, se encienda como una luz lo intemporal! El hombre
se puede parar, porque admirarse es pararse. ¿Cómo es posible que el hombre se
pare si su existencia fluye temporalmente? Y sin embargo, en algunos hombres y
mujeres acontece la admiración: han caído en la cuenta de que su vida no sólo
transcurre. Esta es la carta fundacional de la filosofía. La filosofía versa
sobre cualquier cosa, también sobre el tiempo, pero en su inicio está la
admiración, la seguridad de entender esto: ni en la realidad — porque entonces
no sería admirable —, ni en mí — porque no podría admirarme —, la inseguridad
que comporta el cambio es lo único.
El hombre se dio
cuenta de pronto de que había estado dormido. Por eso no tiene nada de extraño
que los primeros filósofos llegaran a la conclusión de que el tiempo es irreal,
como un sueño. Pensar que sólo existe lo que soñamos es no pensar. Que hay
tiempo, decía Parménides, es dóxa,
opinión; sólo es verdad lo intemporal, lo eterno. Esto es muy notable. Y
precisamente porque se conserva, la filosofía puede continuar. Recuerdo cuando
me admiré por primera vez. Fue contemplando el firmamento, y caí en la cuenta:
¡firmamento! Seguramente los jonios también se admiraron así. El firmamento es
lo firme.
¿Por qué es admirable el cielo
estrellado? Podría decirse que por aquello que sostiene la investigación de
Kepler o Newton o Laplace, o de los físicos actuales. De entrada, el cielo
comporta la simple sugerencia de que es siempre igual, de que no está sujeto a
los avatares terrestres. Incluso las antiguas representaciones, anteriores a la
filosofía, se sentó la tesis de las estrellas fijas: están como tachonadas o
clavadas en la bóveda celeste. Eso tiene que ver con la admiración, aunque
todavía no lo es, porque ésta surge cuando un hombre se detiene, se para ante
ello, y dice: ¡no sólo existe el tiempo! Entonces me encuentro ante lo más
digno de ser tratado: aquello de lo que sin excusas he de ocuparme.
La admiración despierta
una especie de vocación, pues al caer en la cuenta de que no existe sólo lo
temporal, aquello a lo que tengo que dedicarme es lo intemporal, ya que si lo
intemporal no existiera, y en mí no hubiera nada intemporal, me reduciría a ir
pasando. Podría, en todo caso, sacralizar lo intemporal; pero esa actitud
religiosa no es la admiración. Cuando se habla de “firmamento”, se alude a algo
que incluso desde el punto de vista semántico connota la solidez: lo que tiene
la suficiente consistencia para mantenerse, de manera tal que el tiempo pasará,
pero a él no le toca: no es afectado por el tiempo.
En griego, verdad se
dice alétheia. Se ha
discutido mucho sobre esta palabra. La primera alfa es privativa; muchos han opinado que lethos tiene que ver con ocultar: alétheia sería el estado de no oculto, lo
manifiesto, lo desvelado, lo des-cubierto. Con todo, no es seguro que sea éste
el verdadero sentido de la palabra. El filólogo francés Benveniste sostiene que lethos tiene que ver con olvido. Según esto,
la verdad es lo que se salva del olvido, lo que no cae en el pasado. Pues bien,
aunque estas dos opiniones sobre el significado propiamente griego de alétheia son valiosas, la segunda tiene que ver
en directo con la admiración. La verdad es lo que, al mantenerse en presencia,
no se sume en el tiempo, y, por tanto, no cae en el olvido, porque no “pasa”,
no se va.
Pues bien, si existe la verdad, uno se
da cuenta inmediatamente de que no es mero espectador de ella, sino que, para
tener que ver con ella, ha de ser capaz de verdad. Si existe lo intemporal,
algo en mí es intemporal. Si existe la verdad, existe el alma humana; el hombre
tiene alma. Esto quiere decir que en el hombre hay algo constante, consistente,
algo que puede estar en el tiempo, pero que en sí mismo no es temporal. Psykhé es lo estante en el hombre. La vida
está en el movimiento, y por tanto es un trozo de tiempo; pero hay algo en el
hombre que, estando en el tiempo, no es temporal, y eso es el alma. El alma es
ante todo lo que permite al hombre una correspondencia con la verdad. Por
tanto, el alma humana es intelectual; el hombre es el animal dotado de razón,
un viviente con noús. La mejor traducción es mens, mente (mens tiene que ver con mensura; puede medirse con lo
estable, porque la mente misma es estable).
Así pues, la admiración no se
desarrolla en una sola dirección, sino en dos. Una dirección, según la cual la
realidad es estable y verdadera; y otra, en la que el hombre sabe que su
interior también es estable, y que esa estabilidad le permite corresponderse
con la estabilidad de lo real, y por tanto, entenderla. Así conectamos con la
sentencia de Parménides: pues
lo mismo es pensar y ser. Es una primera formulación de la admiración; ese
“lo mismo” quiere decir, en último término, que lo estable en el hombre
coincide, es abierto a la verdad del ente; por eso, a la metafísica también se
le puede llamar ontología, estudio del ser y del pensar. En la sentencia “lo
mismo es pensar y ser” tenemos la primera formulación de los frutos de la
admiración, que son una conquista del humanismo.
Platón no estaba por completo de
acuerdo con Parménides, y dice que comete un parricidio al criticarlo, pues era
uno de sus maestros. La sentencia de Parménides “lo mismo es pensar y ser”, es
demasiado sumaria. Hay que seguir investigando el ser, y también el pensar
hacia sus raíces humanas, metiendo en danza la realidad que somos. Platón, que
es muy acertado en algunas de sus formulaciones, Considera que la realidad en
su última instancia, eso que se llama el fundamento, es el bien, lo agathón. El bien, dice Platón,
es inseparable de lo bello: kálon
ágathon. Lo bueno es bello.
Filosofar acerca de lo bello-bueno es una actividad más oréctica que
sapiencial, que pone en juego la capacidad amorosa humana; por eso habla Platón
de engendrar en la belleza. La realidad no solamente está ahí, sino que el
hombre se clava en ella, se vierte según un afán que, como energía, es
generativo, y esto es sublime. Sin embargo, Platón no alcanzó a ver que el
bien, él mismo, es también amor. Tampoco lo vio Aristóteles, pues lo entiende
como fin.
Si lo admirable se me ha mostrado
conservando su carácter de admirable, entonces se puede decir que es bueno. La
caracterización platónica no es incorrecta: si es admirable, es bueno, y si es
bueno, se mostrará como bello, de manera que es lo mismo decir aparecer el fundar que decir bello-bueno. La realidad, en
definitiva, lo fundamental, aquello de lo que todo depende, lo que es eterno, y
más que presente o actual para el pensar, es lo bello-bueno. Parménides lo dice
de manera velada: el ente es eukúklos,
el ente es perfecto o bellamente circular. Platón no lo podría decir si no
interviniera el eros, es
decir, si no estuvieran despiertas las ansias humanas, si el que se admira no
encauzara su impulso con la admiración y no continuara admirándose según eso
impulso. Lo bueno me afecta hasta tal punto que ahora puedo cambiar la fórmula
de Parménides “lo mismo es pensar y ser”: al no despegarme de la admiración, la
convierto en invocación y me elevo hasta el afán de engendrar en la belleza. Lo
admirable tiene que ser bello y bueno, si sigo admirando; lo que Parménides
llama noús, en Platón es
un no dejar de ser tocado en las fibras del alma (como si el alma fuese un
arpa). El parricidio aludido es inevitable.
¿Y qué es engendrar en la
belleza? Expresarla, crear la obra de arte, es decir, repetir la belleza de tal
manera que mediante el eros quede plasmada y éste alcance a
hacerle un presente. Yendo un poco más allá de Platón, hay que decir: desde
este punto de vista, la filosofía sería el canto. Pero se puede cantar el bien
si uno inventa la canción que lo devuelve al ser, esto es, si se inventa la
canción del ser. ¿Qué es la canción del ser? Por lo pronto, el noús, no el eros, es decir el acto con el
cual yo saco a la luz el ser, con el que soy capaz, por así decir, de recrearlo
como verdadero y como bueno. Pues el bien no es lo primero, sino lo tercero y
sólo así el amor es también un acto, y no sólo deseo. Primero he de rendirle a
la verdad ese homenaje que se llama cantar. Desde aquí engendrar en lo bello es
más que hacer brotar la obra de arte, pues el poema es más que una obra de
arte. Por eso, algunos de los descubridores de la realidad son poetas; lo que
permanece a pesar del tiempo es dicho por los poetas (Hölderlin). La filosofía
de Parménides está escrita en un poema.
Así pues, los filósofos griegos
buscan el equilibrio, no siempre logrado, entre el despliegue temático y las
dimensiones más altas del hombre. Admirar: contemplar, amar. El verdadero
amante trata de encontrar la expresión exacta, el símbolo esencial, que es más
que mímesis. Si un hombre
se enamora de una mujer, debe encontrar la forma de decirla. El amor se anda
con contemplaciones, y la contemplación cuaja en un largo poema. Y la mujer no
es la ninfa Eco de Narciso.
La admiración es fructífera, con
ella se encuentra la realidad y las energías humanas son desplegadas: la
realidad es verdad y eso quiere decir que hay noús;
la realidad es buena y eso quiere decir que hay amor; ¿y sin amor a la
realidad, a la verdad, qué querría decir filosofar? La filosofía compromete al
existente, que en ese compromiso descubre que es amante en estricta correlación
con que el ser es bueno; descubre su capacidad de cantar, de expresar. Se
descubre que el existente es locutivo: que no es un estúpido. Porque estúpido
es el estupefacto: el que se desvía de la admiración, tampoco descubre nada en
sí mismo. Las conquistas del asombro y la admiración no son poca cosa. Las
presento aquí de una manera, valga la palabra, intuitiva.