viernes, 26 de julio de 2013

HABLADORES Y PALABREROS


   Saliendo de Málaga, me paré entre aquellos naranjos y limoneros, cuya fragancia de olor con gran suavidad conforta el corazón; y púseme a mirar y considerar la excelencia de aquella población que así por la influencia del cielo, como por el sitio de la tierra, excede a todas las de Europa. Y estando en esta contemplación, vi venir hacia mí una cosa que parecía hombre sobre una mula hablando entre sí a solas, con un movimiento de brazos, meneo de rostro y alteración de voz, como si fuera hablando con alguna docena de caminantes. Volví la rienda a mi macho, picándole con toda la priesa posible, antes que pudiese llegar a mí, porque le conocí la enfermedad; que para huir de un hablador de estos querría tener, no solamente pies de galgo, sino alas de paloma.

Que la locuacidad, fuera de ser enfadosa y cansada, descubre fácilmente la flaqueza del entendimiento, suena como vaso vacío de substancia, y manifiesta la poca prudencia del sujeto, y tiene tan buena gracia con las gentes, que jamás son creídos en cosas que digan, porque aunque sea verdad, va tan derramada, ahogada y desconocida entre tantas palabras, como el olor de una rosa entre muchas matas de ruda. Son estos habladores como el helecho, que ni da flor ni fruta: son el raudal de un molino, que a todos los deja sordos y siempre él está corriendo. No hay toro suelto en el coso que tanto me haga huir como un palabrero de estos, y en resolución no hay buen rato en ellos sino cuando duermen.

Así me sucedió en éste, que por mucha priesa que me di a huir, me alcanzó y saludó como el verdugo por las espaldas, y apenas le hube respondido, cuando me preguntó adónde iba, y de dónde era. A lo primero le respondí, mas a lo segundo no me dio lugar a que le respondiese, y prosiguiendo me dijo:

-Pregunto de dónde es vuesa merced porque yo soy del reino de Murcia, aunque mis padres fueron montañeses, de un linaje que llaman los Collados.

Este buen hombre, jugando de una y otra mano, y arqueando las cejas, que tenía grandes, con dos rayas entre ellas profundas, ojos aunque no pequeños, cerrados siempre que hablaba, como si con los ojos se oyera, y todo el rostro acabronado, quiero decir, libre, alto y desvergonzado; dijo mil disparates, a que yo nunca estuve atento, porque le conocí luego. Contó valentías suyas, a las cuales yo estuve tan atento, como a todo lo demás, de suerte que nunca me dio lugar para responderle a lo que me había preguntado, hasta que habiendo andado dos leguas, como de tanto hablar había gastado la humedad del cerebro, labios y lengua, en una venta que llaman del Pilarejo, pidió un jarro de agua, y en comenzando a beber le respondí a su pregunta, diciendo:

-De Ronda.

Quitóse el jarro de la boca, y díjome:

-Huélgome, porque voy hacia allá, de llevar tan buena compañía.

Tomó el jarro a la boca, y mientras acabó de beber, le dije:

-Antes es la peor del mundo, porque no hablaré palabra en todo el camino.

-¿Esa virtud del silencio, dijo, tiene vuesa merced? Será prudente y estimado de todo el mundo, que del poco hablar se conoce la prudencia de los sabios. Yo no soy amigo de hablar: cuando dan tormento a alguno si no habla ni confiesa, lo tienen por valeroso, por haber callado lo que le había de dañar. En un banquete, los callados comen más y mejor que los otros, y hablan menos, porque oveja que bala bocado pierde, aunque yo no soy amigo de hablar. El sueño tan importante para la salud y vida, ha de ser con silencio. Cuando uno está escondido, como suele suceder, en casa ajena, por callar se salva, aunque se le salga algún estornudo. Que el silencio es virtud sin trabajo, que no es menester cansarse con libros para callar. El callado está notando lo que los otros hablan, para echárselo después en cara. Yo no soy amigo de hablar.
Con estos disparates y otros tan materiales, iba alabando el silencio, y cansándome a mí y prosiguiendo con su inclinación, dijo: Yo no soy amigo de hablar, sino por entretener en el camino a vuesa merced, que me parece hombre principal, voy aliviando el cansancio. (...)

Con esto pude disimular, y sufrir algún tanto la gotera y continuación de este impertinente hablador, hasta que llegamos a una venta, donde fue forzoso comer. En acabando yo me hice enfermo, por quedarme sin él, mas él dijo:

-Juntos salimos de Málaga, juntos habernos de llegar a Ronda.

Como yo escoltándole callaba y él hablaba cuanto quería, le parecí bien para compañía. Vime cansado, atajado y molido; porque aunque confieso de mí que sé usar de la paciencia en muchas cosas, sé que no la tengo para oír hablar mucho y prolijamente, y así me determiné a usar del remedio contra los habladores, que es hablar más que ellos.
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Vicente Espinel, en Relaciones de la vida del escudero Marcos de Obregón.

sábado, 13 de julio de 2013

La oración de Jesús*


    El Oriente bizantino designó con el término de “oración de Jesús” toda la invocación centrada en el nombre mismo del Salvador. Esta invocación revistió formas diversas, en las que el nombre era empleado solo o inserto en fórmulas más o menos desarrolladas. Corresponde a cada uno determinar “su” propia forma de invocación del nombre. Una cristalización se operó en Oriente de la fórmula: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”, pero esta fórmula no ha sido, ni es la única. En el sentido bizantino, es auténticamente “oración de Jesús” toda invocación repetida en la que el nombre de Jesús constituye el corazón y la fuerza. Se puede decir, por ejemplo: “Jesucristo” o “Señor Jesús”. La fórmula más antigua, la más simple y la más fácil es la palabra “Jesús” empleada sola.

            Ese modo de oración puede ser pronunciado o solamente pensado. Se encuentra, por consiguiente en el límite entre la oración vocal y la mental, y también entre la oración meditativa y la oración contemplativa. Puede ser practicada en todo tiempo, en todo lugar, iglesia, habitación, calle, escritorio, taller, etc. Se puede repetir el nombre mientras se camina. Los principiantes harán sin embargo bien en sujetarse a una cierta regularidad en esta práctica, elegir las horas fijas y lugares solitarios. Ese entrenamiento sistemático no excluye por otra parte el uso paralelo y enteramente libre de la invocación del nombre.

            Antes de pronunciar el nombre de Jesús, es necesario inten­tar colocarse a sí mismo en estado de paz y recogimiento, luego implorar la ayuda del Espíritu Santo, único medio de poder “decir que Jesús es el Señor” (I. Cor. 12, 3). Todo otro prelimi­nar es superfluo. Del mismo modo que, para nadar es necesario arrojarse al agua, así es necesario, de un solo golpe, arrojarse en el nombre de Jesús. Habiendo sido pronunciado ese nombre una primera vez con adoración amante, resta sólo dedicarse a ello, ligarse, repetirlo lentamente, dulcemente, tranquilamente. Sería un error querer “forzar” esta oración, inflar interiormente la voz, buscar la intensidad y la emoción.

            Cuando Dios se manifes­tó al profeta Elías, no fue ni en la tempestad, ni en el temblor de la tierra, ni en el fuego, sino más bien en el calmo murmullo en que sucedió (I. Reyes, 19). Se trata de concentrar poco a po­co todo nuestro ser alrededor del nombre y dejar que éste, co­mo una mancha de aceite, penetre e impregne silenciosamente nuestra alma. En el acto de invocación del nombre, no es nece­sario repetir este último de manera continua. El nombre pro­nunciado puede “prolongarse” en los minutos de reposo, de si­lencio, de atención puramente interior: tal como un pájaro al­terna el batido de alas y el vuelo planeando. Toda tensión, toda prisa, deben ser evitadas. Si sobreviene la fatiga, es necesario in­terrumpir la invocación y retomarla simplemente cuando uno se siente dispuesto. El fin a alcanzar es, no una repetición literal constante sino una especie de latencia y de aquiescencia del nombre de Jesús en nuestro corazón, y que se rechace toda sensualidad espiritual, toda búsqueda de la emoción: “Duermo, pero mi cora­zón vela” (Cant. 5,2).


            Sin duda es natural que es­peremos obtener resultados de algún modo tangibles, que quera­mos al menos tocar la franja de la vestimenta del Salvador y no dejarlo ir hasta que nos haya bendecido; pero no pensemos que una hora en la que hayamos invocado el nombre sin “sentir” na­da, permaneciendo aparentemente fríos y secos, haya sido una hora perdida e infecunda. Esa invocación que pensamos que ha sido estéril, será por el contrario muy aceptable para Dios, por­que es químicamente pura; se puede decir así, puesto que es­tá despojada de toda preocupación de delicias espirituales y re­ducida a una ofrenda de la voluntad desnuda. Por otra parte, en su graciosa misericordia, el Salvador envuelve a menudo su nom­bre con una atmósfera de alegría, de calor y de luz: “Tu nombre es un perfume expandido... Atráeme” (Cant. 1, 3-4).
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(*) Un monje de la Iglesia de Oriente: La oración del corazón, ed. Lumen, Buenos Aires, 1981, pp.71-72.

viernes, 12 de julio de 2013

Comentario al libro de un amigo y el "déficit" de la philosophia perennis

La innovación educativa pendiente: formar personas. BARRIO, J.M., Erasmus Ediciones, Barcelona, 2013.

(Éste texto también se puede leer AQUÍ)

Después de leer el libro en cuatro o cinco tragos, y dejado pasar un “cooling period”, que es la denominación inglesa del periodo de prudente enfriamiento para decantar cualquier determinación, la impresión inicial es muy favorable en el aspecto de su redacción, su claridad expositiva, su recurso a fuentes relevantes, y por el tratamiento de los conceptos nucleares de una idea de educación, concebida como “conocer a las personas y ayudarlas a crecer” (p.15). En este sentido, sinceramente tengo que decir que he disfrutado durante la lectura, he refrescado viejas categorías y conceptos, y equilibrado su importancia, tanto en relación con una propuesta filosóficamente bien fundada del significado de educación, como en relación con los errores de quienes sostienen un significado torcido. Con una metáfora, podría decir que la lectura del libro ha sido como asistir a la interpretación de una pieza musical ya consagrada por la historia de la música, o volver a ver la película que marcó un cambio de época en el cine, y que el Prof. Barrio hubiese sido un gran intérprete o un gran cineasta, si hubieran sido éstos los ámbitos de su dedicación profesional.

Sin embargo, paralelamente al gozo que me ha proporcionado la lectura del libro, en lo profundo me late una cierta decepción, como si fuera una tentación a toda luz perversa, que no acabo de sofocar. Este sentimiento creo que se debe a que el trabajo adolece de la falta de originalidad que se espera de un pensador de la categoría de José María Barrio, como lo demuestran sus publicaciones y en sus reiteradas intervenciones en el foro académico. Ello se aprecia principalmente en la primera parte del libro, en el que sumariamente aborda el concepto de persona y su crecimiento a través de los hábitos, como fundamento antropológico de los desarrollos posteriores sobre los déficits del discurso pedagógico moderno, y sobre el diálogo significativo como la herramienta esencial del proceso educativo.

En esta fundamentación, nuestro autor recurre a las consabidas nociones que la filosofía tradicional ofrece en su indagación sobre el ser humano, como son el de “naturaleza”, o el de “segunda naturaleza” en función de un inacabamiento en dependencia de las operaciones del sujeto y de la adquisición de “hábitos”, con la consiguiente identidad sobrevenida del sujeto. Digo nociones consabidas, como lo muestra el hecho de que el propio autor suelta en su texto términos sin explicar, cuyo sentido supone que el lector ya conoce, como cuando dice que “la naturaleza primaria es hipóstasis e hipóstasis sustancial de la segunda” (p.27). Amparándose en las limitaciones del trabajo para ahondar en el concepto de persona, el Prof. Barrio asume la conocida definición de Boecio: rationalis naturae individua substantia, destacando en ella un centro ontológico subsistente, intrínsecamente indiviso, unido a su posibilidad de autotrascenderse, por su capacidad de abrirse al horizonte potencialmente irrestricto de lo otro. En el plano de la operación, estos dos polos, señala Barrio, son constitutivos de un “yo” capaz de entender y querer, esencialmente dotado para la intimidad y la extraversión. Se alude también a la conexión del alma y el cuerpo como unión “hilemórfica”, y, en base a lo que denomina “permeabilidad ontológica” del ser humano (p.36), se asume sin objeción el afán del pensamiento clásico de identificar al sujeto en co-actualidad con su dinamismo operativo, que está abierto a la totalidad de lo real bajo la doble formalidad de lo verdadero y de lo bueno. Así se trae la antigua idea de que el hombre es un microcosmos, pues debido a su naturaleza intelectual puede posesionarse de todo lo real como horizonte objetual, adquiriendo con ello forma sustancial como elemento ontológico radical por el cual la persona subsiste. Igualmente, la propuesta que se ofrece sobre la formación de hábitos, como la clave del crecimiento de la persona, no es más que una reiteración del planteamiento clásico.

Estoy convencido de que un pensador de la categoría de José María Barrio puede y debe aspirar a algo más que a divulgar o actuar de vocero de lo ya sabido, por muy arduo y exigente que ya sea este trabajo. Se espera de él un avance en la solución de problemas planteados por el pensamiento moderno, que revelan cierto agotamiento de las categorías clásicas. Pienso ahora en el de si es aceptable reducir el ser del hombre únicamente a la categoría de “sustancia”, para resolver después la cuestión de su identidad como “segunda naturaleza” al haz de relaciones que mantiene con el universo. Porque es evidente que la repetición que el hombre mantiene respecto al mundo, por la que se concibe como un microcosmos, ha de redundar por fuerza en su principio constitutivo. La repetición no puede ser solo relativa y simétrica con el universo, en cuanto la persona lo repite desde sí, y, en este sentido, la persona está fuera del mundo, se sale de él. Consecuentemente, su determinación esencial no puede entrar de lleno en la categoría de “sustancia”, pues ésta es indicativa de una principiación radical fija, propia de la estructura óntica del universo.

   Si el alma es en cierto modo todas las cosas, ese “cierto modo” indica que no hay confusión o unicidad entre hombre y cosas, sino que el ser del hombre tiene su propia prioridad, distinta del sentido físico de prioridad que domina el “ente”, que no alcanza a cubrir la riqueza del “ser personal”. Cabe decir que el universo es creado, y que la persona también es creada, pero no como parte del universo, sino como “segunda criatura”, y, por ello, más allá de su consideración como sustancia, la persona ha de pensarse en el orden del Origen, ya que su radicalidad no se consuma en su operar, en cuanto el mundo lo repite desde sí, como ya se ha dicho. Consecuentemente, en la persona el significado de “relación” ha de ser más profundo que el de “subsistencia” que es lo propio del orden sustancial. Lo contrario sería antropoformizar la naturaleza, haciendo depender el estatuto de lo real de la objetualidad pensada o querida, o declarar el naturalismo del antropos como ocurre con cualquier panteísmo causalista (1).

El fijismo en lo que se ha venido a denominar la “filosofía perenne” encuentra dificultades para afrontar algunos problemas, o para avanzar cuando se plantean otros nuevos, que suelen ser agudos en el terreno de la teoría de la educación. Ello se aprecia en cómo afronta Etienne Gilson, en su destacado libro El espíritu de la filosofía medieval (2), la acusación de incoherencia en la doctrina de San Bernardo sobre el amor. En esta doctrina se encuentran dos tendencias enfrentadas: la del amor “natural”, como tendencia de los seres creados a buscar su propio bien, y la del amor “extático”, que corta todos los vínculos que parecen unir el amor a las inclinaciones egoístas, según el precepto divino amarás a Dios sobre todas las cosas. En la Epistola de Caritate (1125) San Bernardo incurre en la incoherencia de juntar ambas tendencias en una pretendida visión unitaria de amor, al afirmar que nuestro amor “comienza necesariamente por nosotros mismos”, y que el fin de ese amor de sí mismo es entrar en la dicha de Dios, de entrar “como olvidándose de sí de manera maravillosa, y como separándose enteramente de sí” (p.388).

En su defensa, Gilson aduce que el amor “natural” no es un mandato de Dios, pero tampoco una falta, sino el resultado de la falta debida al pecado original: “porque nacemos de la concupiscencia de la carne es menester que nuestro amor, o nuestra codicia, pues es lo mismo, comience por la carne” (p.390). Gilson toma así la “naturaleza” del hombre en su estado histórico concreto, después de la caída, pero la caída, continúa diciendo, solo se mide en relación con la “gracia”, que también se incluye en la naturaleza, pues Dios creó al hombre en estado de gracia, y aun cuando el hombre la perdió, todavía puede recuperarla porque todavía guarda su forma, y aun en sus miserias sigue siendo etiam sic aeternitatis capax. Y, confusamente, añade: “sin duda, la grandeza del alma no es idéntica al alma, pero es como (¿?) su forma, (…) de modo que el alma es distinta de lo que hace su grandeza, pero, por otra parte, no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, de suerte que no se puede concebir que se la separe nunca” (p.391).

El pensamiento resbala cuando se hace depender la “naturaleza” del hombre de una contingencia histórica, si se alude a ella en el plano metafísico, y el golpe es rotundo al constatar el malabarismo con que Gilson maneja la “forma”, que es indicativa del sustrato por el cual el compuesto hilemórfico permanece siempre único e idéntico a sí mismo, prescindiendo de las particularidades exteriores. ¿Cómo es posible que el alma no pueda perder su forma sin dejar de ser ella misma, a la vez que la forma del alma, en tanto que conserva su grandeza, no sea idéntica al alma? Al decir que la grandeza es la forma del alma, a la vez la excluye si afirma que la grandeza del alma no es idéntica al alma, pues el alma no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, y por eso Gilson se ampara en el adverbio “como” para aludir a la forma que incluye la grandeza, como también podría haber dicho que “más o menos” es su forma, o que lo es “aproximadamente”.

Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, en quien esencia y existencia se identifican. No hay más que un Dios y este Dios es el Ser, dice Gilson en otro lugar de su libro. Y si Dios es el Ser y el único Ser, todo lo que no es Dios no puede recibir la existencia sino de Él. Consecuentemente, producir el ser pura y simplemente es la acción propia del Ser mismo como consecuencia de un acto creador, que no solamente ha dado existencia al mundo, sino que la conserva en cada uno de los momentos sucesivos de su duración. El mundo se encuentra en una dependencia tal de su Creador que le afecta de contingencia hasta en la raíz de su ser.

Gilson prosigue su argumento en favor de San Bernardo reiterando que lo que permanece semejante a Dios, después del pecado, es la grandeza del alma, su “forma” (p.392). Lo desemejante es su encorvadura hacia la tierra, constitutiva de una esencia que es “falsa”, si se interpreta a sensu contrario su calificación de “verdadera esencia” del alma la que incluye su grandeza. Se repite el malabarismo en el uso de la noción de forma, pues si antes afirmó que el alma no puede perder su forma sin dejar de ser ella misma, y la forma del alma es su grandeza, se concluye no somos reales mientras no la lleguemos a alcanzar.

Gilson califica de sorprendente y admirable la semejanza que acompaña a la visión de Dios, con la que el alma se identifica, como si fuera una misma cosa ver a Dios y hacerse semejante a Él. Entre Dios y el hombre habría entonces una perfecta unión espiritual, mutua visión y amor recíproco. Entonces el alma conocerá a Dios como éste la conoce, le amará como Él la ama (p.393). No se entiende bien cómo un ser contingente, como es el hombre, pueda identificarse con un Dios que es principio y raíz de su ser remitiendo dicha identidad al nivel de la operación. Sin salirse del límite “sustancialista” que impregna su pensamiento, Gilson reitera más adelante que amar a Dios es “estar unido a él de voluntad, reproducir en sí la  ley divina, vivir como Dios”, y añade: “en una palabra: deificarse” (p.394). Éste término podría insinuar que la radicalidad de la persona desborda la radicalidad propia de la sustancia, y que su relación con Dios se resuelve en el orden de la principiación. Por eso el hombre se “deifica”, se relaciona con Dios al modo de una intensificación y perfeccionamiento de su acto de ser, por encima de su dinamismo operativo. Consecuentemente, el pecado se diría “original”, no por su emplazamiento temporal al comienzo de la historia, como sostiene Gilson, sino como resultado de una caída de su “entidad” relativa al Origen, es decir, relativa a la principiación radical de su ser en el estado inicial de gracia con que fue creado. Se podría decir que su distanciamiento de Dios no es “orográfico” sino “esencial”, en cuanto Dios es más radical en la persona que ella misma en su intimidad. Por consiguiente, la vuelta a su estado primigenio no es función de su dinamismo operativo sino el resultado de una transformación “tabórica”, se podría decir, cuyo  término, en cuanto está en el ámbito de la donación del ser, no lo puede por ella misma alcanzar.

Las reflexiones que se han hecho hasta aquí, en relación con el libro del Prof. Barrio, me llevan a afirmar nego maiorem en relación con presupuesto básico en que se  inspira, como es el concepto “sustancialista” de persona. De ello no se sigue ergo nego consequentiam, ya que considero válidos los desarrollos derivados un saber ya consolidado y justamente calificado como “perenne”, pero que están a la espera de recibir un enriquecimiento derivado de la profundización en dicho concepto nuclear en la antropología filosófica.

Este tipo de cuestiones, capaces de avivar el potencial de la mente, y entusiasmar a los aficionados, son las que desearía encontrar en los escritos e intervenciones de mi amigo José María, a quien leo entretenido y muy a gusto, pero con la nostalgia de saber que no voy a encontrar sino una reiteración, con añadidos y ornamentos, de lo ya sabido. Estoy convencido de que un pensador de raza como es él podría conquistar horizontes que aún están sin explorar, y por ello le animo a que deje el regazo de su maestro y se encarame a sus hombros, aun con el riesgo de caer, para ver lo que él no vio, y que asuma su parte en la responsabilidad de desvelar la verdad, aunque sea solo la suya.
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(1) POLO, L.: “La coexistencia del hombre”. Conferencia de L. Polo en las XXV Reuniones filosóficas, Pamplona (1988). http://www.leonardopolo.net/textos/coexis.htm
(2) GILSON, E.: El espíritu de la filosofía medieval. Rialp, Madrid, 1981.