Estimada Y:
He vuelto a leer tu comentario “Un mundo de niños” y, después de hablar contigo en la consejería, me da la impresión de que lo que te inquieta es el conflicto libertad/obediencia cuando está azuzado por el ejercicio despótico del poder. Esto suponiendo que el ser humano tiene al menos un resquicio de libertad, porque en la consejería me dio la impresión de que incluso dudabas de esto.
No te voy a negar que la libertad suele estar anegada por condiciones materiales, emocionales, psicológicas, de las que apenas sobresale y por las que es amortiguada, y por la misma ignorancia sobre lo que realmente nos motiva o nos conviene. Creemos que somos mucho más libres de lo que realmente somos, y a esto se añade que vivimos en estructuras sociales que consideramos represivas. No niego nada de esto que dices en tu comentario de texto, pero quizá sea la edad lo que me hace verlo con cierta dosis de resignación, o incluso aceptándolo como la condición de la vida misma, y eso que en el mundo moderno esta condición “trájica” de la existencia humana está suavizada por la técnica y el control del poder propio de sociedades pseudo-democráticas en las que vivimos.
Yo también creo que somos niños, como dices al final, pero no en el sentido de que “nos tratan como niños” sin tener en cuenta nuestra libertad. Los que tienen el poder para decidir por nosotros, cuando lo hacen en su favor o haciéndonos creer que hacen lo que nos conviene, son niños también, aunque en su caso están jugando con juguetes que terminarán por explotarles en las manos, ya que están jugando con un juguete que me atrevería a llamar “sagrado”. Este juguete es nuestra libertad “profunda”, que va mas allá que la simple libertad para elegir, que es con lo que creen que están jugando y que es lo que parece que a ti te altera el ánimo.
Te digo que “somos niños” porque nunca llegamos a conocer en toda su hondura la raíz de lo que somos. Estamos siempre en condiciones de crecer y de ir desvelando nuestra identidad investigando en nuestro propio interior, dilatando así el ámbito de nuestra “intimidad”. El horizonte interior es infinito y más bello que el que alcanzamos con la vista cuando miramos al mar. Lo que suele ocurrir es que nos conformamos con vivir en la playa. La inquietud que reflejas en tu texto y en la breve conversación que mantuvimos en la consejería es una prueba de que el mar que llevas dentro empuja a las arenas de la playa en la que vives, como solemos vivir todos, aunque en tu caso te acompañe la música por tu afición al violín. La libertad genuina, para seguir con el ejemplo, consiste en escuchar la onda alargada de la marea que sube, humedeciendo la arena, y descifrar en ella las historias de la profundidad del mar, dejando un margen cada vez más estrecho a la playa, en la que parece que estamos más seguros.
La profundidad de la libertad proviene de nuestra relación con un Origen, del que todos dependemos, cada uno con sin perder su propia identidad. El Origen común domina todas las dimensiones de nuestra identidad: la biológica, al ser ésta una ramificación de la gran corriente de la vida, a través de la familia en la que hemos nacido; la cultural y lingüística, por el sistema de creencias y costumbres que conforman la identidad del pueblo en el que nos hemos socializado; y la meta-física, por la conciencia que tenemos de existir como un elemento del Cosmos. Esta conciencia no la tendríamos si fuéramos solo materia. Por otra parte, ninguno de nosotros puede decir que su conciencia es “cósmica” y que, consecuentemente, él mismo es el Origen.
Es evidente que sin cultivar esa relación primordial, intentado descifrar sus misterios, no podemos alcanzar la plenitud de sentido que buscamos en nuestras vidas. Piensa en la diferencia de tocar el violín entre las paredes de tu habitación que en una orquesta, bajo las órdenes del director con el que te has formado, siguiendo tu papel en la partitura de una sinfonía, como parte de un Todo que hay que interpretar en común. La libertad, cuando está sola y desarraigada del Origen –en la playa o en la habitación- no encuentra su máxima aspiración, que es la felicidad. Sólo cuando la libertad busca en lo hondo de su “relación de origen” es cuando puede llegar a su plenitud, y para eso hay que saltar de la playa al mar, con toda la incertidumbre que ello lleva consigo.
Ya lo dijo Heráclito: “al que aguarda le sucede aquello que aguarda, pero al que espera le sucede lo inesperado”, porque nuestro Origen es infinito y desborda nuestra existencia particular, siempre concretada en las circunstancias y en el tiempo: la familia, el pueblo y nuestro conocimiento limitado. Por eso adentrarse en nuestro Origen, desvelándolo con paciencia, es lo único que va colmando el deseo de plenitud que nos acompaña en todo lo que hacemos. Enseguida nos damos cuenta de que nuestras previsiones o proyectos no terminan nunca de satisfacernos. Siempre buscamos más y más fuera de nosotros mismos, azuzados por el ritmo frenético que domina el mundo en el que vivimos. El ser humano, a diferencia del que es solo animal, no se conforma con estar satisfecho, busca una felicidad sin límite, y si no crece hacia dentro vive como amputado. Creo que dedicar el tiempo al arte, al conocimiento o a los demás sin buscar recompensa es crecer hacia adentro y encontrarse con el Origen, del que proviene toda la belleza, la verdad y el bien capaces de colmar nuestra ansia de felicidad.
Somos niños, de acuerdo, y nos tratan como niños porque nos dicen que tocamos mal nuestro instrumento, o el director mueve la batuta a su antojo, sin respetar la idea del genio que creó la partitura en toda su complejidad, o se nos castiga si no le seguimos como manda, etc., pero lo que está claro es que sin un maestro ni una orquesta al completo, aunque no funcione como esperamos, nunca llegaremos hacer música como algo que supera al ruido. Esta tensión no tiene solución, al menos in hoc saeculum, como dicen los antiguos.
A mi juicio, lo que hay que hacer, es tocar la parte que a cada uno le corresponde por el valor mismo de lo que hacemos -y se espera que hagamos- para el bien del conjunto, y aguantar con paciencia, o disfrutar, según los demás hagan o no lo mismo. Si es el director el que desentona, supongo que un temperamento revolucionario tenderá a suprimirlo y poner un reemplazo. En mi caso, creo que lo mejor es confiar la situación a la Providencia, mientras que el director de la orquesta no me obligue a destruir mi violín. Entonces habría que defenderlo hasta con la vida, si se tienen agallas.
Somos niños, pero en el sentido de que hay que esforzarse en no dejar de crecer cooperando con los demás, con una actitud de “piedad” hacia el Origen en el que se enraíza nuestra libertad más profunda, con la que conecta la felicidad –la orquestra y el maestro/director según el ejemplo-. Se dice piedad y no “justicia” porque no se puede equilibrar lo que aportamos con la medida de lo que recibimos en origen (vida, cultura, existencia). Solo con esta actitud, que se dirige piadosamente al bien del conjunto –la música genial que colma la felicidad de todos los que intervienen en la interpretación sinfónica-, es posible la relación de justicia, organizando la orquesta en función del resultado final deseado por todos. Si no, la justicia se convierte en una lucha de intereses entre libertades superficiales por tocar en la orquesta con la pretensión de destacar, anulando la armonía del conjunto, o por encontrar el mejor sitio en la playa olvidándose del mar, según el ejemplo anterior.
Este es el comentario que me sugiere tu escrito sobre un tema del que se puede hablar sin fin, aunque la cosa se desvele a medida que transcurre el tiempo de la vida. Termino igual que haces tú en el comentario de texto: “niños, somos niños”.