Es impresionante la fe de este hombre:
Pronunciar un Pregón
constituye siempre un privilegio, una
oportunidad para hacer pública tu fe (…). Pregonar la Semana Santa no es
sólo anunciar la llegada de un periodo especial en la vida de la Iglesia.
Pregonar la Semana Santa es aspirar a que el sentido profundo de estos días
llene el año entero, nos llene la vida entera. Es aspirar a que la pasión, la
muerte y la resurrección que rememoramos irradien su luz sobre nuestra vida y
sobre nuestra muerte, sobre las de todos los hombres. Porque la muerte de Jesús es una lección
permanente de vida. Una lección para nuestras vidas, un acontecimiento que
no sólo debemos recordar sino del que debemos aprender las muchas enseñanzas
que nos ofrece para hacer frente a los problemas de cada día. Esta ha sido
siempre mi creencia.
(…) Podemos hallar puntos de encuentro entre la
experiencia terrible de Cristo y nuestras propias experiencias personales.
Referencias capaces de guiarnos a través de esos momentos oscuros y difíciles
por los que todos pasamos, hasta encontrar
la trascendencia de lo que puede parecer algo sin sentido. En la Cruz
de Cristo podemos encontrar siempre un camino seguro. En ella podemos
encontrar siempre las lecciones que necesitamos. Lecciones con las que
encarar momentos de crisis personal o social como las que ahora vivimos.
Las crisis forman parte de nuestras vidas. A
veces, las tenemos que afrontar en soledad, porque nos afectan sólo a nosotros,
a nuestra familia, a nuestros amigos; y en otras ocasiones, como en los tiempos
actuales, vivimos una crisis colectiva, una crisis de conciencias, de valores,
de actitudes, una crisis que me atrevo a calificar como una crisis global y
total. Yo quisiera evocar en este pregón algunas de esas enseñanzas permanentes
de la Cruz. Al menos, las que más me han ayudado, iluminado o guiado.
Quisiera hacer presentes cuatro de esas lecciones, porque me parecen muy
necesarias. Esas cuatro lecciones se refieren al valor de la alegría, del
silencio, de la verdad y de la familia.
ALEGRÍA
La primera lección de la
Semana Santa es la alegría. No puede haber una alegría mayor y más profunda que
la que brota de la vivencia personal de
lo que significa para uno mismo y para la humanidad la Pasión de Nuestro Señor.
Su muerte, llena de perdón y de amor hacia todos; y su resurrección, silenciosa
y discreta, capaz de transformar de raíz la historia misma. En el momento en
que Jesús se hace presente en el camino de Emaús, todo ha cambiado ya para
siempre. La tristeza se ha transformado en alegría. En una alegría nueva, que
nunca se había producido hasta ese momento. Una alegría distinta de todas las demás.
Cuando san Lucas concluye su evangelio relatando
la ascensión de Jesús, relatando cómo, literalmente, Él “se separó de los
discípulos”, añade que éstos, pese a esa ausencia del Maestro, “se volvieron a
Jerusalén llenos de alegría”. Alegría es una palabra que puede parecer extraña
en el contexto de la Semana Santa. Pero alegría es lo que san Juan nos dice que
llenó el corazón de los discípulos cuando Jesús se apareció en medio de ellos
enseñándoles sus manos heridas y su costado traspasado. “Gran alegría” es lo
que san Mateo nos dice que sentían las dos Marías cuando corrían a llevar a los
discípulos la noticia de la resurrección que el ángel acababa de manifestarles
en el sepulcro. Alegría es lo que sustituyó a la tristeza y al llanto en que
san Marcos nos dice que se encontraban sumidos los discípulos antes de que
Jesús se les apareciera cuando iban al campo. Y alegría es una de las últimas
palabras que san Lucas escribe en su evangelio. Alegría es la gran palabra que
corona las Escrituras y que corona la Semana Santa. Una alegría profunda, inagotable;
una alegría que ha llegado hasta
nosotros porque la Iglesia nos la ha traído y que mana para siempre y para
todos desde el sepulcro vacío.
Esa alegría del alma, esa alegría integral,
tiene una explicación sencilla: es la alegría de saber que el bien absoluto ha
resultado ser la verdad absoluta. De saber que Jesús verdaderamente ha
resucitado, que está vivo, que está aquí, que está ahora mismo con nosotros.
Sentado a nuestro lado. Es también la
alegría por la redención de la humanidad, unida y vinculada a la resurrección
de Jesús. Recordemos el Vía Crucis: por tu santa Cruz redimiste al mundo. Alegría
porque la muerte de Jesús abre el perdón, la vida eterna, la felicidad eterna. ¡Cómo
no van a ser razones para nuestra autentica alegría, que contrasta con las
falsas alegrías en las que tantas veces nos refugiamos! La historia de la humanidad tiene un antes y un después de Cristo.
Pregonar la Semana Santa es, por tanto, afirmar
que la historia cambió para siempre cuando hace dos mil años Jesús murió en la
cruz por cada uno de nosotros, y que
resucitó al tercer día, inaugurando una
vida nueva, distinta, completa (…) que
Dios ha querido que sea también la nuestra. Lo ha querido sin que lo
merezcamos, lo ha querido como un don, por pura bondad. No hay, no puede haber,
una alegría mayor.
Cuando me refiero a la alegría como una lección
de la Cruz, estoy aceptando y reconociendo que hay circunstancias en
nuestra vida, en la crisis, tanto en el ámbito personal como en el colectivo,
que rozan y a veces te introducen en la tragedia. La búsqueda del valor de la
alegría, en estas circunstancias, exige un esfuerzo sobrehumano, una actitud y
una aproximación trascendente, en la que se
precisa más que nunca la fe, para saber abrazar la cruz imitando a Cristo. Esta,
queridos amigos, es la primera lección de la Semana Santa que yo quiero
recordar: vamos camino de la alegría. Tenemos abierto el camino de la alegría.
Tomarlo depende de nosotros.
SILENCIO
La segunda lección es el valor y el sentido del
silencio. No sólo del nuestro, sino también del silencio de Dios. Muchas veces nuestra vida personal, y también la
vida de las sociedades, hacen difícil que podamos reconocerlas como un don
nacido de la bondad de Dios. Muchas veces la vida parece más un castigo, y en
ocasiones un castigo cruel; un castigo incomprensible, inmerecido. La vida
puede hacerse tan dura que casi parece imposible pensar que pueda haber un Dios
de bondad. Son momentos en los que, en palabras de san Pablo, “la creación está
aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios (…), con
la esperanza de ser librada de la esclavitud de la destrucción”.
Con frecuencia la alegría del cristiano parece chocar con la realidad de las cosas. Con la realidad del sufrimiento e incluso de la muerte. Con la realidad de la injusticia, de tantos y tantos hechos cotidianos en los que no parece existir modo alguno de reconocer la presencia de Dios vivo:
• ¿Dónde está Dios cuando la vida humana es
tratada con desprecio, cuando ponerle fin se convierte en un derecho? ¿Dónde,
cuando la mentira parece triunfar sobre la verdad?
• ¿Dónde está cuando la vida de un niño se
pierde sin que ni siquiera se llegue a percibir su valor?
• ¿Dónde está cuando se nos impone un peso
insoportable, cuando no podemos más? ¿Dónde está cuando nos venimos abajo?
• ¿Dónde, cuando las familias se rompen,
cuando incluso se las ataca desde las instancias que debieran protegerlas?
• ¿Dónde está Dios cuando hasta Él parece
habernos abandonado?
• ¿Dónde está Dios cuando se le echa de menos,
cuando sufrimos, cuando has perdido un hijo, cuando la vida nos arrolla; cuando
se humilla al débil, cuando se pisotea la dignidad humana? ¿Dónde está cuando
la historia escoge el camino equivocado?
Ésa es, en efecto, la gran pregunta que recorre
la historia: ¿por qué Señor, permaneces callado, en silencio, cuando tu obra se
aparta de ti? Benedicto XVI ha respondido a estas preguntas en uno de sus
escritos. En un bello texto sobre el Viernes Santo, menciona el retablo de la
catedral de Issenheim, pintado hace ahora quinientos años por Matthias
Grünewald, y el valor espiritual que ese cuadro tiene para la comprensión de la
Semana Santa.
Dice el Santo Padre:
“Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano,
todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que
está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y, sin embargo, a lo largo
de toda la historia de la Iglesia esa figura ha despertado sentimientos de
consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Issenheim, pintado por
Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda
la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los
hombres que eran víctimas de las terribles epidemias que azotaban a la
humanidad en la Baja Edad Media. El crucificado está representado como uno de
ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado
de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que ante él
estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban
los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que en
Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su
enfermedad se sintieran identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa
con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia
del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en
Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron que la cruz que
debían soportar era su salvación”.
La respuesta a la pregunta sobre dónde está Dios
mientras el hombre sufre, nos la proporciona la Semana Santa. Dios está en la Cruz. Dios está donde lo pusimos. Donde Él aceptó humildemente que lo
pusiéramos. Dios está en la cruz. Dios encarnado, nacido de María, sufriendo en
su piel, en su carne, en su propio cuerpo cada uno de los golpes que el mal
asesta a la humanidad en cualquier lugar del mundo. Atrayendo hacia sí todo el pecado del mundo. Dios está en cada vida
truncada. En cada niño maltratado, herido o muerto; en cada lugar donde el mal
despliega su poder; en cada violencia, en cada injusticia, en cada humillación.
¿Por qué, Señor, permaneces callado?,
preguntamos. La respuesta es ésta, también del Santo Padre: Dios se nos ha
acercado tanto que incluso hemos podido matarlo. Dios no calla porque esté lejos, Dios calla porque agoniza en la cruz.
A nuestro lado, como parte de nuestra historia. Hecho hombre. Junto a nosotros.
Dios guarda silencio por respeto a la
libertad del hombre, y porque está muriendo por nosotros para resucitar por
nosotros. Nuestra libertad permanece intacta al precio de su vida, entregada
para la salvación de los hombres.
Ésta es la lección del silencio, el insondable
misterio del silencio de la Semana Santa. No es el silencio de un Dios ausente,
es el silencio de un Dios tan cercano que podemos verlo morir ante nosotros. Un
Dios que se ha dejado matar porque esa es la forma que ha encontrado de estar a
nuestro lado, pero que no concede a la muerte la última palabra. Un Dios que
muere por nosotros para darnos la vida. Que nos responde desde la cruz,
abriéndonos sus brazos y perdonándonos pese a todo, con un silencio tan rotundo
que es imposible no oírlo.
La Semana Santa en el mundo acelerado y ruidoso
que hoy vivimos es una oportunidad para la reflexión, la profundidad, la
espiritualidad, en definitiva, para la oración y el silencio. Rezo, canto,
música. Todo ello son una misma cosa; oración. Y hay otra forma de oración tan sentida y hermosa como todas ellas; el
silencio.
Recordemos a la Beata Teresa de Calcuta, cuando
encadenaba admirablemente una serie de reflexiones. Decía: "El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la
fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto
del servicio es la paz". Señoras y señores, el ruido nos ha llevado a la
crisis. El ruido es la expresión de la crisis. El ruido, lo accesorio, lo
superfluo, es la expresión de la crisis. El
ruido te hace perder con facilidad el Norte; el Norte de tu vida. Y el
silencio es la única manera de recuperarlo una vez que se ha perdido.
Un poeta italiano, Arturo Graf, decía que si
quieres oír cantar a tu alma, debes hacer el silencio a tu alrededor. Y yo, que
soy no soy un poeta ni un filósofo, sino un político, añadiría mi convicción de
que si no eres capaz de encontrar tiempo para la reflexión y el silencio, no
tendrás nunca la capacidad de decir algo. Podrás hablar, pero no decir.
El silencio, como nos lo explica Jesús en su
Pasión ante Poncio Pilato, no significa enmudecer. El silencio no debe ser
permanente, ni mucho menos eterno. No significa que haya que estar siempre
callado. El silencio, si es profundo, si es de verdad, da frutos como decía
Teresa de Calcuta y al final te impulsa y te obliga a no callar, a decir; te
lleva a alzar la voz. El silencio te lleva a decir lo justo, lo que tu conciencia
y la justicia requiere de ti. El silencio te aleja del miedo.
Lo que no debe ser nunca el silencio es el
pretexto, la justificación de una actitud asentada en la debilidad y la
cobardía. Lo digo porque si una causa principal de la crisis que vivimos radica
en que lo hemos relativizado todo, también es verdad que nuestro silencio mal
entendido, cómodo y cobarde, ha sido demasiado cómplice de esos voceros del
relativismo. ¿Así correspondemos al sacrificio de la cruz, eliminando incluso
la cruz de los lugares públicos, eliminado el significado de las raíces
cristianas de la Constitución Europea? Ha sido un silencio equivocado y nuestro
deber nos exige transformar el significado del silencio, de nuestro silencio.
Nuestro deber en esta crisis total es transformar el silencio en voz para
defender con valor (en singular) los valores (en plural) en los que creemos.
Nuestra obligación es recordar y proclamar
siempre lo que significa ese silencio tan lleno de respeto, unión y verdad, con
que los cristianos celebramos la Semana Santa para trasladar la riqueza de su
significado en nuestra vida diaria. El silencio redentor de Jesús frente a
nuestro silencio desagradecido.
VERDAD
Y el silencio nos conduce
hasta la tercera lección de la Semana Santa, que es el valor de la verdad. Como
acabo de señalar, el primer significado del silencio es el respeto, el segundo
es la comunión de quienes juntos lo
guardamos, y el tercero es la verdad. Porque a la verdad, a la verdad con
mayúscula, sólo se accede mediante la escucha de la palabra de Dios. Y mediante
el silencio de la oración.
En el silencio, Dios se nos hace presente y
nosotros manifestamos juntos la alegría por la presencia de Dios. Y esa
presencia, esa Pasión de Jesús, es la
verdad radical de nuestra existencia. El silencio de la Semana Santa no es
tristeza, es devoción. Ese silencio es también palabra de Dios. ¿De qué otro
modo esperamos que nos responda Dios cuando le estamos dando muerte? Pretender
dar muerte a Dios es faltar a la verdad, es pretender ocultar la verdad de su
vida.
A Jesús no le crucificaron por mentir, le
crucificaron por decir la verdad. Por "ser" la verdad, una verdad capaz de causar un auténtico
seísmo en la sociedad de su tiempo y en la del nuestro. En la sociedad en
la que hoy vivimos sacudida por una crisis de valores, normalmente se persigue
a quien se atreve a decir la verdad, no a quien miente. Por eso seguimos dando
muerte a Dios, seguimos faltando a la verdad.
Cada vez que despreciamos la vida humana, cada
vez que volvemos la mirada ante las verdades incómodas, que lo son siempre
porque nos exigen siempre un cambio de actitud personal, despreciamos la
verdad. Muchas veces Dios nos resulta una verdad incómoda. Y le damos muerte.
Se la da la profunda crisis de valores que nos aparta de Él. Una crisis de
valores que es una crisis de verdades, una crisis del valor de la verdad. Una
crisis de las instituciones que deben seguir transmitiendo toda la verdad y
todo el bien que necesitamos para poder vivir humanamente.
Silencio y verdad son, pues, dos lecciones
unidas en la Semana Santa. Porque el valor del silencio no es sólo ser la
palabra de Dios, es que esa palabra es la Verdad. Cuando entendemos que en la
Semana Santa Dios nos habla con su silencio y nos dice la verdad, entonces es
cuando podemos no sólo preguntarnos sino también respondernos a las preguntas
que nos hacíamos hace pocos momentos sobre donde esta Dios ante la injusticia y
el dolor.
Dios sí está. Y sí responde. Responde haciéndose
hombre y muriendo como hombre. Responde con la luz deslumbrante del Domingo de
Resurrección. Responde con la verdad. Está tan cerca que a veces no lo sabemos
ver. Es tan parecido a nosotros que nos
cuesta reconocerlo como Dios. Sufrimos el mismo error que sufrieron los
primeros discípulos, que esperaban un trono y no un pesebre, que esperaban un
rey y no un crucificado. Él está padeciendo la misma soledad que cada uno de
nosotros, siendo traspasado por el mismo dolor, por la misma sensación de
abandono absoluto; sufriendo la misma traición, el mismo calvario, la misma
muerte. Entonces, ¿donde está Dios cuando estamos en nuestra cruz? En la Suya,
en la de todos. Esta es la verdad. Y esta es la tercera lección de la Semana
Santa. Jesús nos dice que no hay que tener miedo a la verdad, y que por el contrario
hay que saber primero abrazar, luego decir, y por último sufrir por defender la
verdad.
Si la crisis de hoy afecta esencialmente a la
verdad, si la mentira del relativismo se ha transformado en dominante y parece
arrastrarlo todo, hasta haciéndonos dudar de nosotros mismos, es porque penetra
dentro de nosotros mismos. El laicismo radical, la moda dominante del
relativismo, la secularización sin freno y sin límite, arrastra a nuestras
sociedades al olvido de la verdad del sacrificio de la cruz. Hay quienes están empeñados y obsesionados
en su olvido, en que desaparezca la imagen de la cruz. Frente a esta
tendencia tenemos el ejemplo de Jesús, y el camino es el de la cruz.
FAMILIA
Señoras y Señores, en cuarto y último lugar,
permítanme una breve reflexión sobre el valor de la familia, como otra lección
que podemos extraer de la Semana Santa. Lo he puesto en último lugar, pero
plenamente consciente de que para nosotros, para mí, la familia constituye algo
absolutamente esencial y determinante para afrontar la crisis de hoy y las
crisis de siempre.
Nosotros, los hombres y mujeres, estamos hechos
a imagen y semejanza de Dios, pero no somos dioses y por ello tampoco podemos
actuar como tales. Si hay una institución decisiva en nuestras vidas para no
perder el Norte, que en definitiva es lo que nos ha sucedido en los últimos
tiempos, esa es la familia. Si en algún lugar o institución, somos lo que
somos, parecemos lo que parecemos, si en algún ambiente no podemos disfrazarnos
y disimular o esconder nuestros defectos y virtudes, es la familia. La familia es la mejor expresión de nuestra
verdad.
Jesús, en la crisis que parece total, vuelve los
ojos a la familia. Y también podemos expresarlo con una pregunta y una
respuesta: ¿Dónde está Dios cuando la vida de un niño se pierde? ¿Dónde está
cuando las familias se rompen? Está camino del Calvario cruzando una última
mirada con su Madre, que sabe que lo va a ver morir. Está fundando una nueva
familia al decir "Madre ahí tienes a tu hijo; hijo ahí tienes a tu Madre".
Está reconciliando a los pies de la cruz
a la gran familia humana, en el seno de la Iglesia que nace.
Jesús nace en familia y muere en familia. En una
familia de la que quiere que seamos parte y de la que efectivamente somos parte
por el bautismo. La familia ha
constituido para Jesús la excepción, el refugio de la terrible soledad que
lo acompaña en la cruz. Exactamente lo mismo que hoy sucede a tantas personas
que viven la tragedia y la soledad de la crisis, solo acompañados por su
familia. La lección de la familia es la lección de la entrega, del sacrificio,
de la generosidad, del desinterés, de la paciencia, de la reconciliación, de la
transmisión de la verdad y del bien a lo largo de la historia, que sólo pueden
legarse desde el ejemplo y la proximidad personal.
La familia está por todo esto especialmente
presente en la cruz. En la Pasión, Jesús, no sé si en su condición de hombre o
en su condición de Dios, nos recuerda que estamos hechos a su imagen y
semejanza, por el valor de la familia. Dañar la familia, como dañar la Iglesia, es dañar lo que a través de
ellas se nos transmite: la verdad y la vida. Al protegerlas es eso mismo lo
que se protege. Jesús lo hizo incluso en su agonía final. Desde el pesebre
hasta el calvario, desde la Sagrada Familia a la Sagrada Cruz todo es una
enseñanza grandiosa sobre el valor de la familia.
Queridos amigos,
Cada una de las estaciones del Vía Crucis
constituye un paso de Dios hacia el hombre. Eso es la Semana Santa: los últimos pasos del largo camino que Dios ha
recorrido hasta llegar al corazón de la humanidad. Al de cada uno de nosotros.
Eso es lo que vamos a rememorar y a revivir dentro de unos días. Y ese camino
es el que nos puede conducir de vuelta hasta Emaús. El camino que el Domingo de
Resurrección nos pondrá a cada uno en ese mismo lugar para que nos encontremos
en él con la figura de Jesús resucitado. El que lleva a su encuentro a quienes creían
haberlo perdido para siempre, a la alegría radical de saber que verdaderamente Jesús vive entre nosotros,
que se ha quedado con nosotros para siempre. Sintamos esta Semana Santa
arder nuestro corazón. Encontremos la certeza de saber cuál es la verdad
nuclear de nuestra existencia. La que da o quita sentido a todo lo demás.
Seamos capaces de aprender y de extraer de la Semana Santa lo necesario para cambiar actitudes personales, que
constituye la clave, la única manera de afrontar la crisis, la única forma de
afrontar los tiempos nuevos que vamos a vivir. Experimentemos el silencio
del Dios hecho hombre, del Dios más cercano que cabe imaginar. Y proclamemos
luego que vive para siempre y que quiere que vivamos con él. Aprendamos las
lecciones que la Semana Santa nos ofrece y llevémoslas a nuestra vida.
Os deseo a todos una Semana Santa de silencio y
de alegría, de familia y de verdad. Os deseo un feliz encuentro en el camino de
Emaús.