miércoles, 26 de diciembre de 2012

SAN PEDRO DE ROMA “DESDE ABAJO”

     ¡Cuántas veces fui a sentarme en la colina de la villa Panfili, desde  donde  se  contempla a Roma, sus cúpulas, sus ruinas, su ber, que se arrastra silencioso y avergonzado bajo los arcos de Ponte Rotto, desde donde se oye el rumor quejumbroso de sus fuentes y los pasos casi mudos de su  pueblo, que  marcha silencioso por sus calles desiertas!

Cuando busco ahora en mi pensamiento mis impresiones de Roma y de sus monumentos, hallo dos solamente, que borran o que, por lo menos, dominan a los demás: el Coliseo, obra del pueblo romano, y San Pedro, obra maestra del catolicismo.

El Coliseo es la huella gigantesca de un pueblo sobrehumano que elevaba a su orgullo, a sus feroces placeres, monumentos capaces de contener una nación; monumentos que, por su mole y duración, rivalizan con las obras de la Naturaleza. Aunque se seque el Tíber en su cauce de cieno, seguirá dominándolo el Coliseo.

San Pedro es la obra de un pensamiento, de una religión, de toda la Humanidad en una época del mundo. No es ya un edificio destinado a contener un pueblo vil; es un templo consagrado a encerrar en su recinto toda la filosofía, todas las oraciones, toda la grandeza y todo el pensamiento del hombre. Los muros parecen elevarse y engran­decerse, no ya en la proporción de un pueblo, sino en la proporción de Dios. Solo Miguel Ángel ha comprendido el catolicismo y le ha dado en San Pedro su expresión más sublime y completa. San Pedro es realmen­te la apoteosis de piedra y la transfiguración monumental de la religión de Cristo. Los arquitectos de las catedrales góticas eran bárbaros sublimes. Solo Miguel Ángel fue un filósofo en su concepción. San Pedro es el cristianismo filosófico de donde el arquitecto divino echa las tinieblas y abre paso al espacio, a la belleza, a la simetría y a torrentes inagotables de luz. La belleza incomparable de San Pedro de Roma  consiste en que es un templo destinado solamente a revestir la idea de Dios en todo su esplendor.
Aunque pereciera el Cristianismo, seguiría siendo San Pedro el templo universal, eterno, racional, de cualquier religión que sucediera al culto de Cristo, con tal que dicha religión fuese  digna de la Humanidad y de Dios. Es el templo más abstracto que ha construido en el mundo la genialidad humana inspirada por una idea divina. Cuando se penetra en él, se ignora si se entra en un templo antiguo o en un templo moderno, porque ningún detalle ofusca la vista, ningún símbolo distrae el pensamiento; los hombres de todos los cultos entran en él y con igual respeto. Se percibe, se conoce y se siente que es un lugar que solo puede ser habitado por la idea de Dios y que ninguna otra idea podría llenar.

Cambiad al sacerdote, quitad el altar, des­colgad los cuadros, llevaos las estatuas; nada habrá cambiado, será siempre la casa de Dios; o más bien, San Pedro es por sí solo un gran símbolo de ese cristianismo eterno que, poseyendo en germen su moral y en su santidad el desarrollo de los progresos sucesivos del pensamiento religioso de todos los siglos y de todos los hombres, se abre a la razón a medida que Dios la hace huir y comunicarse con Dios en la luz, ensancharse y elevarse a las proporciones del espíritu humano, que crece sin cesar y acumula todos los pueblos en la unidad de la oración y  hace de todas las formas divinas un solo Dios, de todas las creencias un solo culto y de todos los pueblos una sola Humanidad. Miguel Ángel es el Moisés del catolicismo monumental, tal y como ha de ser comprendido un a. Él ha hecho el arco imperecedero de los tiempos futuros, el Panteón de la razón divinizada.

La "idea de Dios" no es Dios, por eso la razón solo llega a "simbolizar" su ansia de eternidad, con una energía que alcanza la plenitud cuando encuentra el "símbolo esencial", la Cruz de Cristo, que se alberga en el templo de San Pedro de Roma visto "desde abajo".

Alphonse de Lamartine
Fragmentos de Graziella

SAN PEDRO DE ROMA “DESDE ARRIBA”


     “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt. 16,18). Esta expresión de «rocapiedra», que simboliza el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia, no se refiere al carácter de la persona, sino que sólo puede comprenderse partiendo de un aspecto más profundo, del misterio: mediante el cargo que Jesús les confía Simón Pedro se convierte en algo que no es por «la carne y la sangre». Un texto rabínico que reza así: «El Señor dijo: "¿Cómo puedo crear el mundo cuando surgirán estos sin-Dios y se volverán contra mí?". Pero cuando Dios vio que debía nacer Abraham, dijo: "Mira, he encontrado una roca, sobre la cual puedo construir y fundar el mundo". Por eso él llamó Abrahán una roca». El profeta Isaías se refiere a eso cuando recuerda al pueblo: «Mirad la roca de donde os tallaron,… mirad a Abrahán vuestro padre» (51,1-2). Se ve a Abrahán, el padre de los creyentes, que por su fe es la roca que sostiene la creación. Simón, que es el primero en confesar a Jesús como el Cristo, y es el primer testigo de la resurrección, se convierte ahora, con su fe renovada, en la roca que se opone a la fuerza destructiva del mal.


Este pasaje evangélico encuentra una elocuente explicación en un elemento artístico muy notorio que embellece la basílica Vaticana: el altar de la Cátedra. Cuando se recorre la grandiosa nave central, una vez pasado el crucero, se llega al ábside y nos encontramos ante un grandioso trono de bronce que parece suelto, pero que en realidad está sostenido por cuatro estatuas de grandes Padres de la Iglesia de Oriente y Occidente. Y, sobre el trono, circundado por una corona de ángeles suspendidos en el aire, resplandece en la ventana ovalada la gloria del Espíritu Santo. Este complejo escultórico, fruto del genio de Bernini, representa una visión de la esencia de la Iglesia y, dentro de ella, del magisterio petrino.


La ventana del ábside abre la Iglesia hacia la creación entera, mientras la imagen de la paloma del Espíritu Santo muestra a Dios como la fuente de la luz. Pero se puede subrayar otro aspecto: en efecto, la Iglesia misma es como una ventana, el lugar en el que Dios se acerca, se encuentra con el mundo. La Iglesia no existe por sí misma, no es el punto de llegada, sino que debe remitir más allá, hacia lo alto, por encima de nosotros. La Iglesia es verdaderamente ella misma en la medida en que deja trasparentar al Otro – con la «O» mayúscula – del cual proviene y al cual conduce. La Iglesia es el lugar donde Dios «llega» a nosotros, y desde donde nosotros «partimos» hacia él; ella tiene la misión de abrir más allá de sí mismo ese mundo que tiende a creerse un todo cerrado y llevarle la luz que viene de lo alto, sin la cual sería inhabitable.        

La gran cátedra de bronce contiene un sitial de madera del siglo IX, que por mucho tiempo se consideró la cátedra del apóstol Pedro, y que fue colocada precisamente en ese altar monumental por su alto valor simbólico. Ésta expresa la presencia permanente del Apóstol en el magisterio de sus sucesores. El sillón de san Pedro, podemos decir, es el trono de la verdad, que tiene su origen en el mandato de Cristo después de la confesión en Cesarea de Filipo. La silla magisterial nos trae a la memoria de nuevo las palabras del Señor dirigidas a Pedro en el Cenáculo: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te recobres, da firmeza a tus hermanos» (Lc 22,32).


La gran Cátedra está apoyada sobre los Padres de la Iglesia. Los dos maestros de oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio, junto con los latinos, san Ambrosio y san Agustín, representando la totalidad de la tradición y, por tanto, la riqueza de las expresiones de la verdadera fe en la santa y única Iglesia. Todo en la Iglesia se apoya sobre la fe: los sacramentos, la liturgia, la evangelización, la caridad. También el derecho, también la autoridad en la Iglesia se apoya sobre la fe. La Iglesia no se da a sí misma las reglas, el propio orden, sino que lo recibe de la Palabra de Dios, que escucha en la fe y trata de comprender y vivir. Los Padres de la Iglesia tienen en la comunidad eclesial la función de garantes de la fidelidad a la Sagrada Escritura. Ellos aseguran una exégesis fidedigna, sólida, capaz de formar con la Cátedra de Pedro un complejo estable y unitario. Las Sagradas Escrituras, interpretadas autorizadamente por el Magisterio a la luz de los Padres, iluminan el camino de la Iglesia en el tiempo, asegurándole un fundamento estable en medio a los cambios históricos.
Tras haber considerado los diversos elementos del altar de la Cátedra, dirijamos una mirada al conjunto. Y veamos cómo está atravesado por un doble movimiento: de ascensión y de descenso. Es la reciprocidad entre la fe y el amor. La Cátedra está puesta con gran realce en este lugar, porque aquí está la tumba del apóstol Pedro, pero también tiende hacia el amor de Dios. En efecto, la fe se orienta al amor. Una fe egoísta no es una fe verdadera. Quien cree en Jesucristo y entra en el dinamismo del amor que tiene su fuente en la Eucaristía, descubre la verdadera alegría y, a su vez, es capaz de vivir según la lógica de este don. 

La verdadera fe es iluminada por el amor y conduce al amor, hacia lo alto, del mismo modo que el altar de la Cátedra apunta hacia la ventana luminosa, la gloria del Espíritu Santo, que constituye el verdadero punto focal para la mirada del peregrino que atraviesa el umbral de la Basílica Vaticana. En esa ventana, la corona de los ángeles y los grandes rayos dorados dan un espléndido realce, con un sentido de plenitud desbordante, que expresa la riqueza de la comunión con Dios. Dios no es soledad, sino amor glorioso y gozoso, difusivo y luminoso.

Benedicto XVI
Fragmentos del discurso:  Vuestra tarea: dar testimonio de la alegría del amor de Cristo (19/02/2012)

martes, 4 de diciembre de 2012

Un elogio al tabaco

Esto es lo que le dijo Hans Castorp a Joachim mientras daban un paseo, según cuenta Thomas Mann en La montaña mágica:

-No fumo  nunca -respondió  Joachim-. ¿Para   qué   he  de  fumar?

-No comprendo eso -dijo Hans Castorp-. No comprendo que se pueda vivir sin fumar. Es privarse, sin duda alguna, de una buena parte de la existencia y, en todo caso, de un placer muy considerable. Cuando me despierto ya me alegra el pensar que podré fumar durante el día, y cuando como tengo el mismo pensamiento. Sí, puedo decir, en cierto modo, que como para poder luego fumar y creo que no exagero mucho. Un día sin tabaco sería para mí el colmo del aburrimiento, sería un día absolutamente vacío e insípido, y si, por la mañana, tuviese que decirme: «hoy no podré fumar», creo que no tendría valor para  levantarme. Te juro que me quedaría en la cama. Mira, cuando se tiene un cigarro que arde bien (naturalmente, no ha de haber ningún agujero, ni debe arder mal, esto es una cosa completamente desagradable), cuando se tiene un buen cigarro, uno se halla al abrigo de todo. No puede ocurrirle nada desagradable, así: nada desagradable. Es exactamente lo mismo que cuando uno se halla tumbado a la orilla del mar: se está tendido, ¿no es  verdad?, no tiene necesidad de nada, ni de trabajo, ni de distracciones... ¡Gracias a Dios, se fuma en todo el mundo! Este placer, a lo que me parece, no es desconocido en ninguna parte, en ningún sitio a los que uno puede ser lanzado por los azares de la vida. Incluso los exploradores que parten para el Polo Norte se aprovisionan copiosamente de tabaco para toda la duración de sus penosas etapas, y siempre que he leído eso me ha parecido muy simpático. Puede ocurrir que las cosas vayan mal (supongamos, por ejemplo, que me hallo en un estado lamentable); mientras tenga mi cigarro sé que podré soportarlo todo, y que  me ayudará a vencerlo todo.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Cómo gestiona su belleza la pastora MARCELA



Lo que dijo Marcela a Ambrosio y a los amigos de Grisóstomo, muerto por el amor y la admiración de su belleza (Tomado de  El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Cap XIII):

Por encima de la peña donde se cavaba la sepultura, apareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba a su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto.


MARCELA: Vengo a dar a entender cuán fuera de razón van todos aquellos que de sus penas y de la muerte de Grisóstomo me culpan; y así, ruego a todos los que aquí estáis me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo ni gastar muchas palabras para persuadir una verdad a los discretos:

   Hízome el Cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera que, sin ser poderosos a otra cosa, a que me améis os mueve mi hermosura; y, por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis, que esté yo obligada a amaros. Yo conozco, con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo hermoso es amable; mas no alcanzo que, por razón de ser amado, esté obligado lo que es amado por hermoso a amar a quien le ama. Y más, que podría acontecer que el amador de lo hermoso fuese feo, y, siendo lo feo digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir "Quiérote por hermosa; has de amarme aunque sea feo". Pero, puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran; que algunas alegran la vista y no rinden la voluntad; que si todas las bellezas enamorasen y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas y descaminadas, sin saber en cuál habían de parar; porque, siendo infinitos los sujetos hermosos, infinitos habían de ser los deseos. Y, según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es ¿por qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más de que decís que me queréis bien? Si no, decidme : si como el Cielo me hizo hermosa me hiciera fea ¿fuera justo que me quejara de vosotros porque no me amábades? Cuanto más, que habéis de considerar que yo no escogí la hermosura que tengo; que, tal cual es, el Cielo me la dio de gracia, sin yo pedirla ni escogerla. Y, así como la víbora no merece ser culpada por la ponzoña que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza, tampoco yo merezco ser reprehendida por ser hermosa; que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado o como la espada aguda, que ni él quema ni ella corta a quien a ellos no se acerca. 

   La honra y las virtudes son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo, aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes que al cuerpo y al alma más adornan y hermosean ¿por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder a la intención de aquel que, por sólo su gusto, con todas sus fuerzas e industrias procura que la pierda? Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos. Los árboles de estas montañas son mi compañía, las claras aguas de estos arroyos mis espejos; con los árboles y con las aguas comunico mis pensamientos y hermosura. Fuego soy apartado y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna a Grisóstomo ni a otro alguno, el fin de ninguno de ellos bien se puede decir que antes le mató su porfía que mi crueldad. Y si se me hace cargo que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada a corresponder a ellos, digo que, cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura me descubrió la bondad de su intención, le dije yo que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimiento y los despojos de mi hermosura; y si él, con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza y navegar contra el viento ¿qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa; si le contentara, hiciera contra mi mejor intención y presupuesto. Porfió desengañado, desesperó sin ser aborrecido: y mirad ahora si será razón que de su pena se me dé a mí la culpa! 

   Quéjese el engañado, desespérese aquel a quien le faltaron las prometidas esperanzas, confiese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere; pero no me llame cruel ni homicida aquel a quien yo no prometo, engaño, llamo ni admito. El Cielo aún hasta ahora no ha querido que yo ame por destino, y el pensar que tengo de amar por elección es escusado. Este general desengaño sirva a cada uno de los que me solicitan de su particular provecho; y entiéndase, de aquí adelante, que si alguno por mí muriere, no muere de celoso ni desdichado, porque quien a nadie quiere, a ninguno debe dar celos; que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes . El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera. Que si a Grisóstomo mató su impaciencia y arrojado deseo, ¿por qué se ha de culpar mi honesto proceder y recato? Si yo conservo mi limpieza con la compañía de los árboles ¿por qué ha de querer que la pierda el que quiere que la tenga con los hombres? 

   Yo, como sabéis, tengo riquezas propias y no codicio las ajenas; tengo libre condición y no gusto de sujetarme: ni quiero ni aborrezco a nadie. No engaño a éste ni solicito aquél, ni burlo con uno ni me entretengo con el otro. La conversación honesta de las zagalas de estas aldeas y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas, y si de aquí salen, es a contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera. 

Y, en diciendo esto, sin querer oír respuesta alguna, volvió las espaldas y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados, tanto de su discreción como de su hermosura, a todos los que allí estaban.

viernes, 9 de noviembre de 2012

Los 3 principios de la buena vida, de León Felipe y José Marti.


1) Nadie fue ayer
ni va hoy,
ni irá mañana
hacia Dios
por este mismo camino
que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol...
y un camino virgen
Dios.

2) Hazme una cruz sencilla, 
carpintero...
sin añadidos 
, ni ornamentos...
que se vean desnudos
los
maderos; desnudos
y decididamente rectos:
los brazos en abrazo hacia la tierra,
el 
mástil disparándose a los cielos.
Que no haya un solo adorno
que distraiga este gesto:
este equilibrio humano
de los dos mandamientos...
sencilla, sencilla...
hazme una cruz sencilla, carpintero.

3) Cultivo una rosa blanca
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo,
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca
.

sábado, 26 de mayo de 2012

Anima Christi

ANIMA CHRISTI, SANCTIFICA ME
CORPUS CHRISTI, SALVA ME.
SANGUIS CHRISTI, INEBRIA ME
AQUA LATERIS CHRISTI, LAVA ME.

Poema de NOVALIS

Atraeme, sombra querida,
¡Aspírame hacia el otro mundo!
Que pueda dormir por fin,
y escuchar siempre al Amor.

Me inundan de la muerte
las olas refrescantes.
Mi sangre, como un bálsamo,
no es más que eter sutíl.

Transcurren las jornadas,
llenas de ánimo, llenas de Fe.
Y muero durante mis noches,
abrasado por llamas sagradas.

Me marcho


lunes, 7 de mayo de 2012

Correo a una estudiante sobre el dominio despótico

Estimada Y:

   He vuelto a leer tu comentario “Un mundo de niños” y, después de hablar contigo en la consejería, me da la impresión de que lo que te inquieta es el conflicto libertad/obediencia cuando está azuzado por el ejercicio despótico del poder. Esto suponiendo que el ser humano tiene al menos un resquicio de libertad, porque en la consejería me dio la impresión de que incluso dudabas de esto.

No te voy a negar que la libertad suele estar anegada por condiciones materiales, emocionales, psicológicas, de las que apenas sobresale y por las que es amortiguada, y por la misma ignorancia sobre lo que realmente nos motiva o nos conviene. Creemos que somos mucho más libres de lo que realmente somos, y a esto se añade que vivimos en estructuras sociales que consideramos represivas. No niego nada de esto que dices en tu comentario de texto, pero quizá sea la edad lo que me hace verlo con cierta dosis de resignación, o incluso aceptándolo como la condición de la vida misma, y eso que en el mundo moderno esta condición “trájica” de la existencia humana está suavizada por la técnica y el control del poder propio de sociedades pseudo-democráticas en las que vivimos.

Yo también creo que somos niños, como dices al final, pero no en el sentido de que “nos tratan como niños” sin tener en cuenta nuestra libertad. Los que tienen el poder para decidir por nosotros, cuando lo hacen en su favor o haciéndonos creer que hacen lo que nos conviene, son niños también, aunque en su caso están jugando con juguetes que terminarán por explotarles en las manos, ya que están jugando con un juguete que me atrevería a llamar “sagrado”. Este juguete es nuestra libertad “profunda”, que va mas allá que la simple libertad para elegir, que es con lo que creen que están jugando y que es lo que parece que a ti te altera el ánimo.

Te digo que “somos niños” porque nunca llegamos a conocer en toda su hondura la raíz de lo que somos. Estamos siempre en condiciones de crecer y de ir desvelando nuestra identidad investigando en nuestro propio interior, dilatando así el ámbito de nuestra “intimidad”. El horizonte interior es infinito y más bello que el que alcanzamos con la vista cuando miramos al mar. Lo que suele ocurrir es que nos conformamos con vivir en la playa. La inquietud que reflejas en tu texto y en la breve conversación que mantuvimos en la consejería es una prueba de que el mar que llevas dentro empuja a las arenas de la playa en la que vives, como solemos vivir todos, aunque en tu caso te acompañe la música por tu afición al violín. La libertad genuina, para seguir con el ejemplo, consiste en escuchar la onda alargada de la marea que sube, humedeciendo la arena, y descifrar en ella las historias de la profundidad del mar, dejando un margen cada vez más estrecho a la playa, en la que parece que estamos más seguros.

La profundidad de la libertad proviene de nuestra relación con un Origen, del que todos dependemos, cada uno con sin perder su propia identidad. El Origen común domina todas las dimensiones de nuestra identidad: la biológica, al ser ésta una ramificación de la gran corriente de la vida, a través de la familia en la que hemos nacido; la cultural y lingüística, por el sistema de creencias y costumbres que conforman la identidad del pueblo en el que nos hemos socializado; y la meta-física, por la conciencia que tenemos de existir como un elemento del Cosmos. Esta conciencia no la tendríamos si fuéramos solo materia. Por otra parte, ninguno de nosotros puede decir que su conciencia es “cósmica” y que, consecuentemente, él mismo es el Origen.

Es evidente que sin cultivar esa relación primordial, intentado descifrar sus misterios, no podemos alcanzar la plenitud de sentido que buscamos en nuestras vidas. Piensa en la diferencia de tocar el violín entre las paredes de tu habitación que en una orquesta, bajo las órdenes del director con el que te has formado, siguiendo tu papel en la partitura de una sinfonía, como parte de un Todo que hay que interpretar en común. La libertad, cuando está sola y desarraigada del Origen –en la playa o en la habitación- no encuentra su máxima aspiración, que es la felicidad. Sólo cuando la libertad busca en lo hondo de su “relación de origen” es cuando puede llegar a su plenitud, y para eso hay que saltar de la playa al mar, con toda la incertidumbre que ello lleva consigo.

Ya lo dijo Heráclito: “al que aguarda le sucede aquello que aguarda, pero al que espera le sucede lo inesperado”, porque nuestro Origen es infinito y desborda nuestra existencia particular, siempre concretada en las circunstancias y en el tiempo: la familia, el pueblo y nuestro conocimiento limitado. Por eso adentrarse en nuestro Origen, desvelándolo con paciencia, es lo único que va colmando el deseo de plenitud que nos acompaña en todo lo que hacemos. Enseguida nos damos cuenta de que nuestras previsiones o proyectos no terminan nunca de satisfacernos. Siempre buscamos más y más fuera de nosotros mismos, azuzados por el ritmo frenético que domina el mundo en el que vivimos. El ser humano, a diferencia del que es solo animal, no se conforma con estar satisfecho, busca una felicidad sin límite, y si no crece hacia dentro vive como amputado. Creo que dedicar el tiempo al arte, al conocimiento o a los demás sin buscar recompensa es crecer hacia adentro y encontrarse con el Origen, del que proviene toda la belleza, la verdad y el bien capaces de colmar nuestra ansia de felicidad.

Somos niños, de acuerdo, y nos tratan como niños porque nos dicen que tocamos mal nuestro instrumento, o el director mueve la batuta a su antojo, sin respetar la idea del genio que creó la partitura en toda su complejidad, o se nos castiga si no le seguimos como manda, etc., pero lo que está claro es que sin un maestro ni una orquesta al completo, aunque no funcione como esperamos, nunca llegaremos hacer música como algo que supera al ruido. Esta tensión no tiene solución, al menos in hoc saeculum, como dicen los antiguos.

A mi juicio, lo que hay que hacer, es tocar la parte que a cada uno le corresponde por el valor mismo de lo que hacemos -y se espera que hagamos- para el bien del conjunto, y aguantar con paciencia, o disfrutar, según los demás hagan o no lo mismo. Si es el director el que desentona, supongo que un temperamento revolucionario tenderá a suprimirlo y poner un reemplazo. En mi caso, creo que lo mejor es confiar la situación a la Providencia, mientras que el director de la orquesta no me obligue a destruir mi violín. Entonces habría que defenderlo hasta con la vida, si se tienen agallas.

Somos niños, pero en el sentido de que hay que esforzarse en no dejar de crecer cooperando con los demás, con una actitud de “piedad” hacia el Origen en el que se enraíza nuestra libertad más profunda, con la que conecta la felicidad –la orquestra y el maestro/director según el ejemplo-. Se dice piedad y no “justicia” porque no se puede equilibrar lo que aportamos con la medida de lo que recibimos en origen (vida, cultura, existencia). Solo con esta actitud, que se dirige piadosamente al bien del conjunto –la música genial que colma la felicidad de todos los que intervienen en la interpretación sinfónica-, es posible la relación de justicia, organizando la orquesta en función del resultado final deseado por todos. Si no, la justicia se convierte en una lucha de intereses entre libertades superficiales por tocar en la orquesta con la pretensión de destacar, anulando la armonía del conjunto, o por encontrar el mejor sitio en la playa olvidándose del mar, según el ejemplo anterior.

Este es el comentario que me sugiere tu escrito sobre un tema del que se puede hablar sin fin, aunque la cosa se desvele a medida que transcurre el tiempo de la vida. Termino igual que haces tú en el comentario de texto: “niños, somos niños”.

Correo a un estudiante sobre la justificación del castigo

Estimado X:
   Son muy interesantes todas las cuestiones que planteas en tu correo en relación con la última clase sobre la justificación del castigo. Espero que no pretendas encontrar una solución completamente satisfactoria a todas ellas, ya que debido a su hondura y complejidad son cuestiones que siempre están abiertas, y admiten diversidad de pareceres en función de la concepción que se tenga del ser humano y de su posición en el Universo.
En tu escrito reconoces la existencia de una tensión, que parece irreductible, entre el deseo de felicidad, que está en el origen de nuestras acciones, y la posibilidad de alcanzarla. Llegas a decir que “la felicidad, personalmente, creo que no existe, ya que no existe la plenitud total, no puede ser alcanzada por nadie, siempre existirán condiciones, circunstancias de las cuales no dependemos, y nos afectan directamente (…) El sufrimiento forma parte de nuestra existencia completamente (…) El concepto de que somos un error muchas veces lo he compartido, ya que creo que en parte sí somos un error de la naturaleza”. Y esta consideración la asocias con la existencia del mal -el delito o el injusto, según se dijo en clase-, en cuanto que el castigo, como sufrimiento institucionalizado, ha estado presente, a veces con una crueldad inaudita, en todas las formas de asociación humana como instrumento eminente para erradicarlo.
Son muy acertados tus comentarios cuando te refieres al castigo vicario en el caso del “chivo expiatorio”, como forma de expurgar la conciencia general de culpa o de encauzar el deseo de venganza, y al castigo en función del merecimiento, como la forma propia de la justicia en el ámbito del derecho penal. En relación con la cuestión del conocimiento de la verdad, cuando se trata de juzgar la intención del imputado por un delito, puedes ver la película Rojo, dentro de la trilogía que dirigió Krzysztof Kieslowski, que refleja la incertidumbre sobre este espinoso asunto que tú mismo manifiestas. También te refieres a la problemática de la proporcionalidad de las penas en relación con la gravedad del delito. En fin, parece que el tema de la justificación del castigo es un túnel sin salida, en el que para ver la luz hay que “madurar muchos conceptos y pensar en ellos”, como tú mismo dices.
La clave de la cuestión creo que la insinúas diciendo que “nosotros debemos de ser conscientes de que vivimos a costa de muchísimas vidas (…) ¿deberíamos ser castigados por mirar hacia otro lado, o simplemente debemos de llevar nuestra vida lo mejor posible, por la suerte que nos ha tocado de nacer en un sitio u otro?”.
Si enlazamos con la primera cita de tu correo, es evidente que nuestro deseo de felicidad tiene que ver con nuestra tendencia a asociarnos y a colaborar para alcanzar bienes superiores a los que podemos conseguir por separado. Nadie colabora para que le den de bofetadas, y la amistad, la gratitud o el amor están en la base de una convivencia fundada en la libertad para asociarse que aspira de este modo a ser dichosa. Ésta solo se logra en función de una dinámica de donación recíproca. El segundo término del do ut des no es exigible, si se aspira a la felicidad en común, ya que ésta sólo puede surgir de la libre aportación y el respeto mutuo. Y aquí es donde la cosa falla, pues, por una alquimia inmemorial, la regla de oro “dad y se os dará” se transforma en una que se formula como “tomad y recibiréis”, sobre la que cabalga el free rider, el delincuente y el gorrón.  Estos sujetos viven según un régimen que busca la ganancia “no con el sudor de su frente sino con el del de enfrente”, como se suele decir. Tú mismo cuentas que “muchas veces en mi existencia me han dado ganas de ir ‘a mi bola’ egoístamente y olvidarme de todo tipo de moral, pero sé que en el fondo eso no lleva a ninguna parte”.
¿Qué hacemos con el gorrón que atenta contra nuestra felicidad en común? ¿Le castigamos, a pesar de los problemas que conlleva la justificación del castigo? ¿Pasamos por alto la ofensa, como si nada hubiera ocurrido? ¿Está corrompida nuestra naturaleza por el deseo de venganza? ¿Quién está legitimado para tirar la primera piedra?, o ¿Quién conoce sin residuo el merecimiento del culpable?
Creo que nuestra ansia de plenitud no se puede colmar sin la referencia al Absoluto. Solo si se trascienden las condiciones trágicas de la vida humana, que busca la felicidad, a la vez que anda azacanada con el sufrimiento y la muerte como la forma máxima de violencia, se puede, cabalmente, pensar en la posibilidad de alcanzar dicho objetivo maximalista. Por otro lado, el castigo de quien atenta contra el bien común, tanto en las personas como en los bienes de quienes viven asociados, tiene sentido si se aplica con intención correctiva. Al recluir al culpable y declarar su “muerte civil” se busca el arrepentimiento y su reinserción en la dinámica de la aportación recíproca, que, como dije, es el constitutivo esencial del vínculo social (aunque ahora esté de moda atribuirlo solo al intercambio de bienes en el mercado). Pero el castigo falla porque “no todos tienen oídos para oír” la llamada a una conversión que involucra la libertad, aunque sea a través de la pena. Por un lado, la felicidad no está al alcance, y por otro, la convivencia en paz no está garantizada en modo alguno. Por eso digo que la única forma de vislumbrar la plenitud es midiéndose con el Absoluto. De aquí proviene la institucionalización de la Religión en el curso de la historia mediante el culto sacrificial.
Otra vez el sacrificio, pero ahora radicado en la conciencia de la condición, trágica en sí misma, de la existencia humana. En último término parece que todos somos culpables, y que tanto el castigo como el perdón se nos escapan, porque, o su explicación y sentido vienen de fuera, o, como tú dices “somos un error de la naturaleza”. El problema que se presenta entonces es el de la fe en el profeta, que se erige en portavoz del Absoluto declarando el camino de la felicidad. Entonces el conflicto y la violencia toman la coloración específica del fanatismo, refractario al diálogo y a la búsqueda en común de los principios que han de inspirar una convivencia sin roces, azuzando con ello la espiral del sufrimiento.
En el caso de Jesucristo, al que también te refieres en tu escrito diciendo que “es un ejemplo muy claro de chivo expiatorio”, creo que la diferencia con los antiguos oráculos o con el profetismo es que no se erigió en profeta sino que Él mismo se declaró Dios, y, consecuentemente, la revelación sin mediación por iniciativa propia del Absoluto. Su muerte en la Cruz no me parece un caso de “chivo expiatorio” en el contexto de las relaciones humanas de su tiempo, porque murió porque quiso. Su sacrificio, para quien tiene fe en el Evangelio, es el castigo vicario (sustitutivo del nuestro) capaz de liberarnos de la miserable condición en la que vivimos desde que, por desobediencia, el Ángel de la espada de fuego nos expulsó del Paraíso. La fe en Jesucristo y en su palabra es, desde entonces, la vía para poder alcanzar lo que en el título del clásico libro de Rodolfo Otto se denomina “Lo Santo”, la fuente en la que se sacia nuestra aspiración radical a la felicidad.

domingo, 25 de marzo de 2012

PREGÓN DE JAIME MAYOR OREJA EL 16 DE MARZO EN LA ALMUDENA

Es impresionante la fe de este hombre:


Pronunciar un Pregón constituye siempre un privilegio, una oportunidad para hacer pública tu fe (…). Pregonar la Semana Santa no es sólo anunciar la llegada de un periodo especial en la vida de la Iglesia. Pregonar la Semana Santa es aspirar a que el sentido profundo de estos días llene el año entero, nos llene la vida entera. Es aspirar a que la pasión, la muerte y la resurrección que rememoramos irradien su luz sobre nuestra vida y sobre nuestra muerte, sobre las de todos los hombres. Porque la muerte de Jesús es una lección permanente de vida. Una lección para nuestras vidas, un acontecimiento que no sólo debemos recordar sino del que debemos aprender las muchas enseñanzas que nos ofrece para hacer frente a los problemas de cada día. Esta ha sido siempre mi creencia.

(…) Podemos hallar puntos de encuentro entre la experiencia terrible de Cristo y nuestras propias experiencias personales. Referencias capaces de guiarnos a través de esos momentos oscuros y difíciles por los que todos pasamos, hasta encontrar la trascendencia de lo que puede parecer algo sin sentido. En la Cruz de Cristo podemos encontrar siempre un camino seguro. En ella podemos encontrar siempre las  lecciones que necesitamos. Lecciones con las que encarar momentos de crisis personal o social como las que ahora vivimos.

Las crisis forman parte de nuestras vidas. A veces, las tenemos que afrontar en soledad, porque nos afectan sólo a nosotros, a nuestra familia, a nuestros amigos; y en otras ocasiones, como en los tiempos actuales, vivimos una crisis colectiva, una crisis de conciencias, de valores, de actitudes, una crisis que me atrevo a calificar como una crisis global y total. Yo quisiera evocar en este pregón algunas de esas enseñanzas permanentes de la Cruz.  Al menos, las que más me han ayudado, iluminado o guiado. Quisiera hacer presentes cuatro de esas lecciones, porque me parecen muy necesarias. Esas cuatro lecciones se refieren al valor de la alegría, del silencio, de la verdad y de la familia.

ALEGRÍA

La primera lección de la Semana Santa es la alegría. No puede haber una alegría mayor y más profunda que la que brota de la vivencia personal de lo que significa para uno mismo y para la humanidad la Pasión de Nuestro Señor. Su muerte, llena de perdón y de amor hacia todos; y su resurrección, silenciosa y discreta, capaz de transformar de raíz la historia misma. En el momento en que Jesús se hace presente en el camino de Emaús, todo ha cambiado ya para siempre. La tristeza se ha transformado en alegría. En una alegría nueva, que nunca se había producido hasta ese momento. Una alegría distinta de todas las demás.

Cuando san Lucas concluye su evangelio relatando la ascensión de Jesús, relatando cómo, literalmente, Él “se separó de los discípulos”, añade que éstos, pese a esa ausencia del Maestro, “se volvieron a Jerusalén llenos de alegría”. Alegría es una palabra que puede parecer extraña en el contexto de la Semana Santa. Pero alegría es lo que san Juan nos dice que llenó el corazón de los discípulos cuando Jesús se apareció en medio de ellos enseñándoles sus manos heridas y su costado traspasado. “Gran alegría” es lo que san Mateo nos dice que sentían las dos Marías cuando corrían a llevar a los discípulos la noticia de la resurrección que el ángel acababa de manifestarles en el sepulcro. Alegría es lo que sustituyó a la tristeza y al llanto en que san Marcos nos dice que se encontraban sumidos los discípulos antes de que Jesús se les apareciera cuando iban al campo. Y alegría es una de las últimas palabras que san Lucas escribe en su evangelio. Alegría es la gran palabra que corona las Escrituras y que corona la Semana Santa. Una alegría profunda, inagotable; una alegría que ha llegado hasta nosotros porque la Iglesia nos la ha traído y que mana para siempre y para todos desde el sepulcro vacío.

Esa alegría del alma, esa alegría integral, tiene una explicación sencilla: es la alegría de saber que el bien absoluto ha resultado ser la verdad absoluta. De saber que Jesús verdaderamente ha resucitado, que está vivo, que está aquí, que está ahora mismo con nosotros. Sentado a nuestro lado. Es también la alegría por la redención de la humanidad, unida y vinculada a la resurrección de Jesús. Recordemos el Vía Crucis: por tu santa Cruz redimiste al mundo. Alegría porque la muerte de Jesús abre el perdón, la vida eterna, la felicidad eterna. ¡Cómo no van a ser razones para nuestra autentica alegría, que contrasta con las falsas alegrías en las que tantas veces nos refugiamos! La historia de la humanidad tiene un antes y un después de Cristo.

Pregonar la Semana Santa es, por tanto, afirmar que la historia cambió para siempre cuando hace dos mil años Jesús murió en la cruz por cada uno de nosotros, y que resucitó al tercer día, inaugurando una vida nueva, distinta, completa (…) que Dios ha querido que sea también la nuestra. Lo ha querido sin que lo merezcamos, lo ha querido como un don, por pura bondad. No hay, no puede haber, una alegría mayor.

Cuando me refiero a la alegría como una lección de la Cruz, estoy  aceptando y reconociendo que hay circunstancias en nuestra vida, en la crisis, tanto en el ámbito personal como en el colectivo, que rozan y a veces te introducen en la tragedia. La búsqueda del valor de la alegría, en estas circunstancias, exige un esfuerzo sobrehumano, una actitud y una aproximación trascendente, en la que se precisa más que nunca la fe, para saber abrazar la cruz imitando a Cristo. Esta, queridos amigos, es la primera lección de la Semana Santa que yo quiero recordar: vamos camino de la alegría. Tenemos abierto el camino de la alegría. Tomarlo depende de nosotros.

SILENCIO

La segunda lección es el valor y el sentido del silencio. No sólo del nuestro, sino también del silencio de Dios. Muchas veces nuestra vida personal, y también la vida de las sociedades, hacen difícil que podamos reconocerlas como un don nacido de la bondad de Dios. Muchas veces la vida parece más un castigo, y en ocasiones un castigo cruel; un castigo incomprensible, inmerecido. La vida puede hacerse tan dura que casi parece imposible pensar que pueda haber un Dios de bondad. Son momentos en los que, en palabras de san Pablo, “la creación está aguardando en anhelante espera la manifestación de los hijos de Dios (…), con la esperanza de ser librada de la esclavitud de la destrucción”.

Con frecuencia la alegría del cristiano parece chocar con la realidad de las cosas. Con la realidad del sufrimiento e incluso de la muerte. Con la realidad de la injusticia, de tantos y tantos hechos cotidianos en los que no parece existir modo alguno de reconocer la presencia de Dios vivo:

• ¿Dónde está Dios cuando la vida humana es tratada con desprecio, cuando ponerle fin se convierte en un derecho? ¿Dónde, cuando la mentira parece triunfar sobre la verdad?
• ¿Dónde está cuando la vida de un niño se pierde sin que ni siquiera se llegue a percibir su valor?
• ¿Dónde está cuando se nos impone un peso insoportable, cuando no podemos más? ¿Dónde está cuando nos venimos abajo?
• ¿Dónde, cuando las familias se rompen, cuando incluso se las ataca desde las instancias que debieran protegerlas?
• ¿Dónde está Dios cuando hasta Él parece habernos abandonado?
• ¿Dónde está Dios cuando se le echa de menos, cuando sufrimos, cuando has perdido un hijo, cuando la vida nos arrolla; cuando se humilla al débil, cuando se pisotea la dignidad humana? ¿Dónde está cuando la historia escoge el camino equivocado?

Ésa es, en efecto, la gran pregunta que recorre la historia: ¿por qué Señor, permaneces callado, en silencio, cuando tu obra se aparta de ti? Benedicto XVI ha respondido a estas preguntas en uno de sus escritos. En un bello texto sobre el Viernes Santo, menciona el retablo de la catedral de Issenheim, pintado hace ahora quinientos años por Matthias Grünewald, y el valor espiritual que ese cuadro tiene para la comprensión de la Semana Santa.


Dice el Santo Padre:

“Toda la pobreza humana, todo el desamparo humano, todo el pecado humano, se hacen visibles en la figura de Jesús crucificado, que está en el centro de la liturgia del Viernes Santo. Y, sin embargo, a lo largo de toda la historia de la Iglesia esa figura ha despertado sentimientos de consuelo y de esperanza. El retablo del altar de Issenheim, pintado por Matthias Grünewald, y que es el cuadro de la crucifixión más conmovedor de toda la cristiandad, se encontraba en un convento en el que eran atendidos los hombres que eran víctimas de las terribles epidemias que azotaban a la humanidad en la Baja Edad Media. El crucificado está representado como uno de ellos, torturado por el mayor dolor de aquel tiempo, el cuerpo entero plagado de bubones de la peste. Las palabras del profeta, cuando dijo que ante él estaban nuestras heridas, encontraron su cumplimiento. Ante esta imagen rezaban los monjes, y con ellos los enfermos, que encontraban consuelo al saber que en Cristo, Dios había sufrido con ellos. Este cuadro hacía que a través de su enfermedad se sintieran identificados con Cristo, que se hizo una misma cosa con todos los que sufren a lo largo de la historia; experimentaron la presencia del crucificado en la cruz que ellos llevaban, y su dolor les introdujo en Cristo, en el abismo de la misericordia eterna. Experimentaron que la cruz que debían soportar era su salvación”.

La respuesta a la pregunta sobre dónde está Dios mientras el hombre sufre, nos la proporciona la Semana Santa. Dios está en la Cruz. Dios está donde lo pusimos. Donde Él aceptó humildemente que lo pusiéramos. Dios está en la cruz. Dios encarnado, nacido de María, sufriendo en su piel, en su carne, en su propio cuerpo cada uno de los golpes que el mal asesta a la humanidad en cualquier lugar del mundo. Atrayendo hacia sí todo el pecado del mundo. Dios está en cada vida truncada. En cada niño maltratado, herido o muerto; en cada lugar donde el mal despliega su poder; en cada violencia, en cada injusticia, en cada humillación.

¿Por qué, Señor, permaneces callado?, preguntamos. La respuesta es ésta, también del Santo Padre: Dios se nos ha acercado tanto que incluso hemos podido matarlo. Dios no calla porque esté lejos, Dios calla porque agoniza en la cruz. A nuestro lado, como parte de nuestra historia. Hecho hombre. Junto a nosotros. Dios guarda silencio por respeto a la libertad del hombre, y porque está muriendo por nosotros para resucitar por nosotros. Nuestra libertad permanece intacta al precio de su vida, entregada para la salvación de los hombres.

Ésta es la lección del silencio, el insondable misterio del silencio de la Semana Santa. No es el silencio de un Dios ausente, es el silencio de un Dios tan cercano que podemos verlo morir ante nosotros. Un Dios que se ha dejado matar porque esa es la forma que ha encontrado de estar a nuestro lado, pero que no concede a la muerte la última palabra. Un Dios que muere por nosotros para darnos la vida. Que nos responde desde la cruz, abriéndonos sus brazos y perdonándonos pese a todo, con un silencio tan rotundo que es imposible no oírlo.

La Semana Santa en el mundo acelerado y ruidoso que hoy vivimos es una oportunidad para la reflexión, la profundidad, la espiritualidad, en definitiva, para la oración y el silencio. Rezo, canto, música. Todo ello son una misma cosa; oración. Y hay otra forma de oración tan sentida y hermosa como todas ellas; el silencio.

Recordemos a la Beata Teresa de Calcuta, cuando encadenaba admirablemente una serie de reflexiones. Decía: "El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz". Señoras y señores, el ruido nos ha llevado a la crisis. El ruido es la expresión de la crisis. El ruido, lo accesorio, lo superfluo, es la expresión de la crisis. El ruido te hace perder con facilidad el Norte; el Norte de tu vida. Y el silencio es la única manera de recuperarlo una vez que se ha perdido.

Un poeta italiano, Arturo Graf, decía que si quieres oír cantar a tu alma, debes hacer el silencio a tu alrededor. Y yo, que soy no soy un poeta ni un filósofo, sino un político, añadiría mi convicción de que si no eres capaz de encontrar tiempo para la reflexión y el silencio, no tendrás nunca la capacidad de decir algo. Podrás hablar, pero no decir.

El silencio, como nos lo explica Jesús en su Pasión ante Poncio Pilato, no significa enmudecer. El silencio no debe ser permanente, ni mucho menos eterno. No significa que haya que estar siempre callado. El silencio, si es profundo, si es de verdad, da frutos como decía Teresa de Calcuta y al final te impulsa y te obliga a no callar, a decir; te lleva a alzar la voz. El silencio te lleva a decir lo justo, lo que tu conciencia y la justicia requiere de ti. El silencio te aleja del miedo.

Lo que no debe ser nunca el silencio es el pretexto, la justificación de una actitud asentada en la debilidad y la cobardía. Lo digo porque si una causa principal de la crisis que vivimos radica en que lo hemos relativizado todo, también es verdad que nuestro silencio mal entendido, cómodo y cobarde, ha sido demasiado cómplice de esos voceros del relativismo. ¿Así correspondemos al sacrificio de la cruz, eliminando incluso la cruz de los lugares públicos, eliminado el significado de las raíces cristianas de la Constitución Europea? Ha sido un silencio equivocado y nuestro deber nos exige transformar el significado del silencio, de nuestro silencio. Nuestro deber en esta crisis total es transformar el silencio en voz para defender con valor (en singular) los valores (en plural) en los que creemos.

Nuestra obligación es recordar y proclamar siempre lo que significa ese silencio tan lleno de respeto, unión y verdad, con que los cristianos celebramos la Semana Santa para trasladar la riqueza de su significado en nuestra vida diaria. El silencio redentor de Jesús frente a nuestro silencio desagradecido.

VERDAD

Y el silencio nos conduce hasta la tercera lección de la Semana Santa, que es el valor de la verdad. Como acabo de señalar, el primer significado del silencio es el respeto, el segundo es la comunión de quienes juntos lo guardamos, y el tercero es la verdad. Porque a la verdad, a la verdad con mayúscula, sólo se accede mediante la escucha de la palabra de Dios. Y mediante el silencio de la oración.

En el silencio, Dios se nos hace presente y nosotros manifestamos juntos la alegría por la presencia de Dios. Y esa presencia, esa Pasión de Jesús, es la verdad radical de nuestra existencia. El silencio de la Semana Santa no es tristeza, es devoción. Ese silencio es también palabra de Dios. ¿De qué otro modo esperamos que nos responda Dios cuando le estamos dando muerte? Pretender dar muerte a Dios es faltar a la verdad, es pretender ocultar la verdad de su vida.

A Jesús no le crucificaron por mentir, le crucificaron por decir la verdad. Por "ser" la verdad, una verdad capaz de causar un auténtico seísmo en la sociedad de su tiempo y en la del nuestro. En la sociedad en la que hoy vivimos sacudida por una crisis de valores, normalmente se persigue a quien se atreve a decir la verdad, no a quien miente. Por eso seguimos dando muerte a Dios, seguimos faltando a la verdad.

Cada vez que despreciamos la vida humana, cada vez que volvemos la mirada ante las verdades incómodas, que lo son siempre porque nos exigen siempre un cambio de actitud personal, despreciamos la verdad. Muchas veces Dios nos resulta una verdad incómoda. Y le damos muerte. Se la da la profunda crisis de valores que nos aparta de Él. Una crisis de valores que es una crisis de verdades, una crisis del valor de la verdad. Una crisis de las instituciones que deben seguir transmitiendo toda la verdad y todo el bien que necesitamos para poder vivir humanamente.

Silencio y verdad son, pues, dos lecciones unidas en la Semana Santa. Porque el valor del silencio no es sólo ser la palabra de Dios, es que esa palabra es la Verdad. Cuando entendemos que en la Semana Santa Dios nos habla con su silencio y nos dice la verdad, entonces es cuando podemos no sólo preguntarnos sino también respondernos a las preguntas que nos hacíamos hace pocos momentos sobre donde esta Dios ante la injusticia y el dolor.

Dios sí está. Y sí responde. Responde haciéndose hombre y muriendo como hombre. Responde con la luz deslumbrante del Domingo de Resurrección. Responde con la verdad. Está tan cerca que a veces no lo sabemos ver. Es tan parecido a nosotros que nos cuesta reconocerlo como Dios. Sufrimos el mismo error que sufrieron los primeros discípulos, que esperaban un trono y no un pesebre, que esperaban un rey y no un crucificado. Él está padeciendo la misma soledad que cada uno de nosotros, siendo traspasado por el mismo dolor, por la misma sensación de abandono absoluto; sufriendo la misma traición, el mismo calvario, la misma muerte. Entonces, ¿donde está Dios cuando estamos en nuestra cruz? En la Suya, en la de todos. Esta es la verdad. Y esta es la tercera lección de la Semana Santa. Jesús nos dice que no hay que tener miedo a la verdad, y que por el contrario hay que saber primero abrazar, luego decir, y por último sufrir por defender la verdad.

Si la crisis de hoy afecta esencialmente a la verdad, si la mentira del relativismo se ha transformado en dominante y parece arrastrarlo todo, hasta haciéndonos dudar de nosotros mismos, es porque penetra dentro de nosotros mismos. El laicismo radical, la moda dominante del relativismo, la secularización sin freno y sin límite, arrastra a nuestras sociedades al olvido de la verdad del sacrificio de la cruz. Hay quienes están empeñados y obsesionados en su olvido, en que desaparezca la imagen de la cruz. Frente a esta tendencia tenemos el ejemplo de Jesús, y el camino es el de la cruz.

FAMILIA

Señoras y Señores, en cuarto y último lugar, permítanme una breve reflexión sobre el valor de la familia, como otra lección que podemos extraer de la Semana Santa. Lo he puesto en último lugar, pero plenamente consciente de que para nosotros, para mí, la familia constituye algo absolutamente esencial y determinante para afrontar la crisis de hoy y las crisis de siempre.

Nosotros, los hombres y mujeres, estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero no somos dioses y por ello tampoco podemos actuar como tales. Si hay una institución decisiva en nuestras vidas para no perder el Norte, que en definitiva es lo que nos ha sucedido en los últimos tiempos, esa es la familia. Si en algún lugar o institución, somos lo que somos, parecemos lo que parecemos, si en algún ambiente no podemos disfrazarnos y disimular o esconder nuestros defectos y virtudes, es la familia. La familia es la mejor expresión de nuestra verdad.

Jesús, en la crisis que parece total, vuelve los ojos a la familia. Y también podemos expresarlo con una pregunta y una respuesta: ¿Dónde está Dios cuando la vida de un niño se pierde? ¿Dónde está cuando las familias se rompen? Está camino del Calvario cruzando una última mirada con su Madre, que sabe que lo va a ver morir. Está fundando una nueva familia al decir "Madre ahí tienes a tu hijo; hijo ahí tienes a tu Madre". Está reconciliando a los pies de la cruz a la gran familia humana, en el seno de la Iglesia que nace.

Jesús nace en familia y muere en familia. En una familia de la que quiere que seamos parte y de la que efectivamente somos parte por el bautismo. La familia ha constituido para Jesús la excepción, el refugio de la terrible soledad que lo acompaña en la cruz. Exactamente lo mismo que hoy sucede a tantas personas que viven la tragedia y la soledad de la crisis, solo acompañados por su familia. La lección de la familia es la lección de la entrega, del sacrificio, de la generosidad, del desinterés, de la paciencia, de la reconciliación, de la transmisión de la verdad y del bien a lo largo de la historia, que sólo pueden legarse desde el ejemplo y la proximidad personal.

La familia está por todo esto especialmente presente en la cruz. En la Pasión, Jesús, no sé si en su condición de hombre o en su condición de Dios, nos recuerda que estamos hechos a su imagen y semejanza, por el valor de la familia. Dañar la familia, como dañar la Iglesia, es dañar lo que a través de ellas se nos transmite: la verdad y la vida. Al protegerlas es eso mismo lo que se protege. Jesús lo hizo incluso en su agonía final. Desde el pesebre hasta el calvario, desde la Sagrada Familia a la Sagrada Cruz todo es una enseñanza grandiosa sobre el valor de la familia.

Queridos amigos,

Cada una de las estaciones del Vía Crucis constituye un paso de Dios hacia el hombre. Eso es la Semana Santa: los últimos pasos del largo camino que Dios ha recorrido hasta llegar al corazón de la humanidad. Al de cada uno de nosotros. Eso es lo que vamos a rememorar y a revivir dentro de unos días. Y ese camino es el que nos puede conducir de vuelta hasta Emaús. El camino que el Domingo de Resurrección nos pondrá a cada uno en ese mismo lugar para que nos encontremos en él con la figura de Jesús resucitado. El que lleva a su encuentro a quienes creían haberlo perdido para siempre, a la alegría radical de saber que verdaderamente Jesús vive entre nosotros, que se ha quedado con nosotros para siempre. Sintamos esta Semana Santa arder nuestro corazón. Encontremos la certeza de saber cuál es la verdad nuclear de nuestra existencia. La que da o quita sentido a todo lo demás. Seamos capaces de aprender y de extraer de la Semana Santa lo necesario para cambiar actitudes personales, que constituye la clave, la única manera de afrontar la crisis, la única forma de afrontar los tiempos nuevos que vamos a vivir. Experimentemos el silencio del Dios hecho hombre, del Dios más cercano que cabe imaginar. Y proclamemos luego que vive para siempre y que quiere que vivamos con él. Aprendamos las lecciones que la Semana Santa nos ofrece y llevémoslas a nuestra vida.

Os deseo a todos una Semana Santa de silencio y de alegría, de familia y de verdad. Os deseo un feliz encuentro en el camino de Emaús.

La fe, la devoción y la sabiduría que trasluce este texto es espectacular.