Antaño un destino férreo
imperaba con mudo albedrío sobre las tribus dispersas de
los hombres. Una negra y opresiva venda ceñía sus almas medrosas. La Tierra era
interminable, morada y patria de los dioses; Su misterioso edificio se
erguía desde la eternidad. Sobre las rojas montañas de la aurora, en el seno
sagrado del mar, habitaba el sol, la viva luz que todo lo enciende. Encadenados
bajo las montañas yacían los primeros hijos de la Madre Tierra, impotentes contra
la egregia raza de los dioses y sus parientes, los felices hombres.
Las profundidades verdes y oscuras del mar eran el regazo de una
diosa. En las cristalinas grutas retozaba un pueblo voluptuoso Ríos,
árboles, flores y animales tenían sentido humano Más dulce sabía el
vino escanciado por la juventud en persona, un dios en los racimos de la vid.
Una diosa amante y maternal irguiéndose en las apretadas y doradas espigas. La
embriaguez divina del amor era un dulce servicio en honor de la más
bella de las diosas, fiesta perpetua, versicolor de los hijos del cielo y los
habitantes de la tierra, que transmitía la vida rumorosa como una primavera,
desafiando los siglos. Todas las razas, con infantil asombro, veneraban en las
delicadas, multicambiantes llamas el valor supremo del mundo. Sólo un
pensamiento, un pavoroso sueño turbaba los placeres de la fiesta, y llenaba el
alma de profundo espanto; el angustiado corazón humano que ni los dioses podían
consolar.
Por ocultos senderos se
acercaba el monstruo, y ni ofrendas ni plegarias aplacaban su furia. Era La
Muerte, angustia, duelo y lágrimas, que sorprendía a los felices hombres en
medio del festín. Separado por siempre ya de todo lo que deleita al alma en esta
tierra, de los seres amados que atrás quedan y que anhelan en vano en largo
duelo, el muerto no era sino vaga sombra de un sueño, combatiente de impotente
combate. Y las olas del gozo se rompían contra las rocas de un dolor sin fin. Y
los hombres quisieron -noble sentido de almas valerosas- embellecer
el hórrido fantasma: un tierno adolescente deja extinguir su antorcha
y se adormece; dulce es el fin como el tañer de un harpa. En la fresca
corriente del Leteo se disipa el recuerdo. Así cantaban los poetas: triste
necesidad dictaba sus palabras. Pero la noche eterna, indescifrada, símbolo
grave de extranjera fuerza, guardaba su secreto.
El mundo antiguo iba
hacia su fin. Se agostaba el ameno vergel de la joven estirpe y los
hombres, saliendo de la infancia, ansiaban un espacio despejado y más libre.
Los dioses desaparecieron con su séquito encantado. Quedó
la naturaleza inerte y solitaria. El número árido y la
estricta medida la ataron con férreas cadenas. Igual que en polvo y
viento se deshizo en oscuras palabras la inmensurable exuberancia de la vida.
Huyó la fe con sus conjuros, huyó su divina compañera, la imaginación que todo
lo transforma y todo lo hermana. Hostil y glacial un viento del norte
sopló sobre la campiña entumecida y, yerta, la patria maravillosa se
desvaneció en el éter. Las lejanías del cielo se llenaron de mundos luminosos.
Acompañada de todas sus fuerzas el alma del mundo fue a asilarse en el más
profundo santuario, en el alto recinto del corazón humano donde dominaría hasta
que despuntara la esplendorosa aurora universal. La luz dejó de ser
morada de los dioses y signo celeste. Los dioses se cubrieron con el velo de la
noche.
Es la noche, el inmenso
seno donde se engendran las revelaciones; a él regresaron los dioses, en él se
durmieron para, en nuevas espléndidas formas, reaparecer un día ante el mundo
transformado. En un pueblo, más que todos despreciado, maduró con obstinación
la feliz inocencia de la juventud. Ignorándolo, el Mundo Nuevo se manifestó con
un aspecto nunca visto. En la poética choza de la pobreza, un hijo de la
primera mujer virgen y Madre, fruto infinito de un arcano abrazo. La sabiduría
oriental, floreciente y premonitoria fue la primera que reconoció el
principio de los nuevos tiempos. Una estrella le señaló el camino a
la humilde cuna del Rey, a quien los reyes, en nombre
del vasto futuro ofrendaron en homenaje oro, perfume y sahumerio,
maravillas de la naturaleza. Solitario se abrió el divino corazón, corola del
amor todopoderoso, vuelto hacia el augusto semblante del Padre y reposando en
el regazo de la Madre grave y afable, visitada por felices presagios
Con un fervor que divinizaba el mundo los ojos proféticos del niño floreciente
miraban hacia los días del futuro, miraban a los hombres, amados vástagos de su
divina estirpe, sin preocuparse de su propio destino en esta tierra. Y las
almas más cándidas, inflamadas como por encanto en entrañable amor, no tardaron
en congregarse junto a Él. Como brotan las flores germinaba en su entorno una
nueva y extraña vida. Inagotables, las palabras del más jubiloso evangelio
salían de sus labios afables como chispas de un espíritu divino.
Tú eres aquel que desde el tiempo antiguo,
Pensativo y absorto adolescente,
Sobre las tumbas de los hombres velas,
Símbolo de consuelo en las tinieblas,
Feliz aurora de alta humanidad.
Lo que en honda tristeza nos sumía,
Ahora en dulce extático arrebato
Nos abre el más allá.
La vida eterna se anunció en la muerte,
Tú eres la muerte y eres la salud.
Dulce amor embriagaba su
corazón que se derramó bajo aquel benigno cielo, y los corazones por millares
se rindieron a él y abriéndose en mil ramas se propagó la buena nueva. Poco
después la preciosa vida fue sacrificada a la profunda corrupción de los
hombres. Murió en plena juventud, arrancado del mundo que tanto amara, de su
Madre bañada en llanto, de sus amigos desalentados. Su graciosa boca apuró el
negro cáliz de indecibles tormentos. En medio de horrenda angustia se
acercaba la hora del nacimiento del mundo nuevo. Duramente luchó con las ansias
de la vieja Muerte. El peso del mundo antiguo lo abrumaba. Dirigió a su Madre
una última afectuosa mirada, y luego, tocado por la mano liberadora
del amor eterno, se durmió. Sólo por unos días se extendió un espeso velo sobre
el rugiente mar, sobre la tierra estremecida. Sus amados lloraron lágrimas sin
cuento, se rompieron los sellos del misterio, y celestes espíritus alzaron la
antiquísima piedra del sombrío sepulcro. Unos ángeles velaban al lado del
durmiente, formados de la tierna materia de sus sueños. Despertó revestido de
nuevo y divino esplendor y ascendió a las alturas del mundo que acababa de
nacer. Enterró con sus propias manos el cadáver del mundo viejo en la tumba que
él abandonara y con su omnipotente mano fijó sobre ella la piedra que ya
ninguna fuerza será capaz de levantar.
Aún lloran los tuyos
lágrimas de alegría, lágrimas de emoción y de infinita gratitud ante tu tumba.
Gozosos y pavoridos aún te ven resucitar, y ellos contigo; te ven con dulce
fervor reclinado en el pecho bendito de tu Madre, pasear gravemente con tus
amigos profiriendo palabras como cogidas del árbol de la vida; te
ven precipitarte anhelante en los brazos de tu Padre,
llevando contigo la nueva humanidad y la copa inagotable del áureo
futuro. La Madre se precipitó en pos de ti, en el celeste triunfo, fue la primera que se encontró a tu lado en la Nueva
Patria. Largos siglos han transcurrido desde entonces y con renovado esplendor
gira el Nuevo Mundo que creaste, y por millares los hombres ya libres de dolor
y tormento han ido hacia ti con fe, con fervor y constancia Reinan
contigo y con la Santa Virgen en el Reino del Amor, ofician en el templo de la
Divina Muerte y son tuyos por la eternidad.