martes, 15 de noviembre de 2011

Lo que dijo Zósimo antes de morir sobre la regeneración del Mundo Moderno

Zósimo es un personaje de Fedor Dostoiewski,  en el Cap. VI. de Los hermanos Karamazov.


El individualismo moderno y la libertad

Tal vez sea una simple suposición mía; tal vez me equivoque. Pero observad a esa gente que se eleva por encima del pueblo y lo domina (las élites gobernantes, los que dominan el mercado, intelectuales y científicos) ¿No han alterado la imagen de Dios y su verdad? Esos hombres poseen la ciencia, pero una ciencia empírica, supeditada a los sentidos. Las oligarquías y esos hombres “superiores” rechazan alegremente el mundo espiritual, incluso con odio. Sobre todo en estos últimos años, el mundo ha proclamado la libertad, la autonomía de la conciencia moral. ¿Pero qué significa esta libertad, sino esclavitud y el suicidio? Pues se dice: «Tienes necesidades: satisfácelas. Posees los mismos derechos que los grandes y los ricos. No temas satisfacer tus necesidades. Incluso las puedes aumentar».

Éstas son las enseñanzas que se dan ahora. Así interpretan la libertad. ¿Y qué consecuencias tiene este derecho a aumentar las necesidades? En los ricos, la soledad y el suicidio espirituales; en los pobres, la envidia y el crimen, pues se conceden “derechos abstractos” en las leyes, pero no se proporcionan los medios para satisfacer las necesidades. Se dice que la humanidad, acortando las distancias y transmitiéndose los pensamientos por el espacio, a través de las ondas, se unirá cada vez más estrechamente, y que reinará la fraternidad. Pero no creáis en esta unión de los hombres. Al considerar la libertad como el aumento de las necesidades y su pronta saturación, se altera su sentido, pues la consecuencia de ello es un aluvión de deseos insensatos, de costumbres a ilusiones absurdas. Los hombres y mujeres que así viven sólo viven para envidiarse mutuamente, para la sensualidad y la ostentación. Ofrecer banquetes, viajar, poseer objetos valiosos, grados, sirvientes, se considera como una necesidad a la que se sacrifica el honor, el amor al prójimo a incluso la vida, pues, al no poder satisfacerla, habrá quien llegue al suicidio.

Lo mismo ocurre a los que no son ricos ni pobres. En cuanto a estos últimos, ahogan por el momento en la embriaguez la insatisfacción de las necesidades y la envidia. Pero pronto, cuando ya no soporten su miseria, no se embriagarán de vino, sino de sangre: éste es el fin al que se les lleva. ¿Pueden considerarse libres estos hombres? Un campeón de esta doctrina me contó un día que, estando preso, se encontró sin tabaco y que esta privación le resultó tan insoportable, que estuvo a punto de hacer traición a sus ideales y a sus creencias para poder fumar. Pues bien, este individuo pretendía luchar por la humanidad. ¿De qué podía ser capaz? A lo sumo, de un esfuerzo momentáneo, de escasa duración. No es sorprendente que los hombres hayan encontrado la servidumbre en vez de la libertad, y que lejos de alcanzar la fraternidad y la unión, hayan caído en la desunión y la soledad. La idea de la devoción a la humanidad, de la fraternidad, de la solidaridad, va desapareciendo gradualmente en el mundo. En realidad, se la recibe incluso con escarnio, pues ¿quién puede desprenderse de sus hábitos? ¿Dónde irá ese prisionero de las múltiples y ficticias necesidades que se ha creado él mismo? A este ser aislado apenas le preocupa la colectividad. En resumidas cuentas, sus bienes materiales han aumentado, pero su alegría ha disminuido.

Hay quien se burla de la obediencia, del ayuno, de la piedad... Sin embargo, ése es el único camino de la verdadera libertad. Yo suprimo las necesidades superfluas, domo y someto mi voluntad altiva y egoísta por medio de la obediencia y rindiendo honor a mis congéneres, y así, con la ayuda de Dios, consigo la libertad del alma y, con ella, la alegría del espíritu. ¿Quién es más capaz de enaltecer una idea, de ponerse a su servicio, el rico aislado espiritualmente o quien que se ha liberado de la tiranía de las costumbres? Se censura a quien se dedica a cultivar su espíritu debido a su aislamiento. Se le dice: «desertas de la causa fraternal de la humanidad». Pero veamos quién sirve mejor a la fraternidad. Pues el aislamiento no nace en nosotros, sino en los acusadores, que se aíslan en el esfuerzo por satisfacer todo lo que demanda su  abultado “yo”, aunque ellos no se den cuenta.

De en medio de EL PUEBLO salieron antaño los hombres de acción. ¿Por qué no ha de suceder hoy lo mismo? Esos ayunadores, esos seres taciturnos, bondadosos y humildes, se levantarán por una causa noble. El pueblo está aislado. El pueblo comparte la fe de los hombres y mujeres que cultivan su espíritu con la obediencia, la piedad y el servicio al hermano. Los políticos sin fe nunca harán nada, aunque sean sinceros y geniales: no olviden esto. El pueblo acabará con el ateísmo y con el rechazo de la transmisión cultural, y conseguirá la unidad del bien que se genera en común. Preservad al pueblo y velad por su corazón. Instruidlo acerca de la paz. El pueblo venera sus orígenes, lleva a Dios consigo.

Igualdad y Fraternidad

Hay que confesar que el pueblo es también víctima de la corrupción. El mal aumenta visiblemente de día en día. El aislamiento invade al pueblo; aparecen los acaparadores y las sanguijuelas. El comerciante experimenta una avidez creciente de honores. Pretende mostrar una instrucción que no posee, y lo hace desdeñando los usos antiguos y avergonzándose de la fe de sus padres. Va a casa de los príncipes, aunque no es más que un siervo pobre, ignorante y depravado. El pueblo ha perdido la moral por efecto del alcohol la lujuria y otros vicios. ¡Cuántas crueldades han de sufrir las esposas y los hijos por culpa de la bebida! Yo he visto en las fábricas niños de nueve años, débiles, atrofiados, hundido el pecho y ya corrompidos. Un local asfixiante, el fragor de las máquinas, el trabajo incesante, la obscenidad, las bebidas... ¿Es esto lo que conviene al alma de un muchacho? El niño necesita sol, los juegos propios de su edad, buenos ejemplos y un poco de simpatía. Es preciso que esto termine. Hay que poner fin a los sufrimientos de los niños.

Pero el bajo pueblo, aunque pervertido y agrupado en torno a la corrupción, sabe que el mal repugna a Dios y se siente culpable ante Él. Así, el pueblo no ha cesado de creer en la verdad: admite a Dios y derrama ante Él lágrimas de ternura. No ocurre lo mismo entre los privilegiados. Éstos son adictos a la ciencia y quieren organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón, prescindiendo de Dios y de cualquier condicionamiento. Ya han proclamado que no existe el mal ni el crimen más que cuando ellos lo proclaman. Desde su punto de vista tienen razón, pues, si no hay Dios, ¿cómo puede existir el delito?

En Europa, el pueblo se levanta ya contra los ricos y los poderosos. En todas partes, sus jefes lo incitan al crimen y le dicen que su cólera es justa. Pero maldita sea su cólera por ser cruel. La salvación vendrá del pueblo, de su fe, de su humildad. Amigos, preservad la fe y la piedad del pueblo. No estoy soñando. Siempre me ha impresionado la noble dignidad del pueblo. He visto esa dignidad y puedo atestiguarla. El pueblo no es servil, aun habiendo sufrido la esclavitud y la explotación de los poderosos. El hombre común es desenvuelto en su porte y en sus ademanes, pero sin ofender a nadie con esta desenvoltura. No es ni vengativo ni envidioso. Piensa: «Eres distinguido, rico, inteligente... Que Dios te bendiga. Te respeto, pero has de saber que también yo soy un hombre. El hecho de que te respete sin envidiarte te revelará mi dignidad humana». El pueblo no lo dice así, todavía no sabe decirlo, pero obra de este modo. Creedme: cuanto más pobre y humilde es el hombre o la mujer, más claramente se observa en él y en ella esta noble verdad, pues los ricos, los acaparadores, por lo menos en su mayoría, han caído en la inmoralidad. Pero el pueblo es grande, y su grandeza es hija de su humildad.

Pienso en el porvenir y me parece estar viendo lo que ocurrirá. El rico más depravado acabará por avergonzarse de su riqueza ante el pobre, y el pobre, conmovido por este rasgo de humildad, será comprensivo y responderá generosamente, amistosamente, a semejante prueba de noble confusión. No os quepa duda de que ocurrirá así, pues se progresa en esa dirección. La igualdad sólo existe en la dignidad del espíritu. Cuando haya hermanos y no individuos aislados, reinará la fraternidad, y sin fraternidad, jamás podremos compartir nuestros bienes. Creo que no es imposible que esta profunda y franca unión se llegue a realizar en todas partes. Yo creo que se realizará, y muy pronto.

¿Soy digno de que otros hombres me sirvan? No se puede pasar sin servidores en este mundo, pero ¿Por qué no he de ser yo el servidor de quien me sirve? ¿Por qué no ha de ver él este gesto sin desconfianza y sin considerarlo hijo de mi superioridad y mi altivez? ¿Por qué no he de mirar a mi servidor como a un pariente que se admite con alegría en el seno de la familia? Esto es ya realizable y servirá de base para la magnífica unión que se cumplirá en el porvenir, cuando el hombre no pretenda convertir en servidores a sus semejantes, como ocurre ahora, sino que desee ardientemente ser el servidor de todos los demás ¿Por qué ha de ser un sueño creer que, al fin, el hombre se sentirá feliz de realizar las obras que nos dictan la piedad y la cultura, y no, como sucede en nuestros días, al dar satisfacción a instintos brutales, a la glotonería, la fornicación, el orgullo, la jactancia, el afán, hijo de los celos, del dominio sobre los demás? Estoy seguro de que esto no es un sueño y se realizará muy pronto. Algunos se ríen y preguntan: «¿Cuándo sucederá esto? ¿Es posible que suceda?».

En la historia de la humanidad, ¡cuántas ideas que parecían irrealizables diez años antes, se cumplieron de pronto, al llegar su misterioso término, y se difundieron por toda la tierra! Así volverá a ocurrir. A los que nos increpan y nos dicen que soñamos podríamos preguntarles si no es un sueño la realización de su propia obra, el propósito de organizarse equitativamente sin más guía que la de su razón y prescindiendo de los valores y creencias que cohesionan al pueblo y nos han transmitido nuestros padres. Afirman que aspiran también a la unión, pero esto sólo pueden creerlo los más cándidos, aquellos cuya ingenuidad llega a los límites más inauditos. En realidad, hay más fantasía en sus cabezas que en las nuestras. Esos hombres pueden organizarse de acuerdo con una idea de justicia ficticia, pero, al haber roto con los lazos culturales y perdido la piedad por el origen y la tradición, inundarán el mundo de sangre, pues la sangre llama a la sangre, y el que ha desenvainado la espada, por herida de espada morirá. Sin la piedad se exterminarán hasta quedar sólo dos. Y estos dos, dejándose llevar por su soberbia, lucharán hasta que uno de ellos elimine al otro, y luego, muy pronto, desaparecerá él mismo. Esto es lo que sucederá si no se pierde la esperanza de evitar esta lucha por amor a la bondad y a la humildad.

El amor y el contacto con los otros mundos

Amad a toda la creación en conjunto y a cada uno de sus elementos: amad a cada hoja del ramaje, a cada rayo de luz, a los animales, a las plantas... Amando a las cosas comprenderéis el misterio divino de todas ellas. Y una vez comprendido, penetraréis en esta comprensión cada vez más. Y terminaréis por amar al mundo entero con un amor universal. Amad a los animales, ya que Dios les ha dado un principio de pensamiento y una alegría apacible. No los molestéis, no los atormentéis quitándoles esta alegría. Hombre, no hagas sentir tu superioridad a los animales, que no conocen el mal, mientras tú manchas la tierra, dejando a tus espaldas un rastro de podredumbre. Así proceden casi todos los hombres, por desgracia. Amad sobre todo a los niños, pues también ellos desconocen la corrupción, son como los ángeles. Están en el mundo para llegarnos al corazón y purificarlo. Son para nosotros como un aviso. ¡Maldito sea el que ofenda a estas criaturas! Conmoveos cuando estéis junto a ellos.

A veces, sobre todo en presencia del mal, nos preguntamos: «¿Hay que recurrir a la fuerza o a la humildad del amor?» Emplead siempre el amor: con él podréis dominar al mundo entero. El ser humano lleno de amor es una fuerza temible con la que ninguna otra se puede igualar. No os descuidéis en ningún momento de guardar una actitud digna. Suponed que pasáis por el lado de un niño presas de cólera y blasfemando. Vosotros no habéis visto al niño, pero él os ha visto a vosotros, y es muy probable que conserve el recuerdo de vuestra baja actitud. Sin saberlo habréis sembrado un mal germen en el alma de ese niño, un germen que puede desarrollarse, y todo por haber cometido un olvido ante ese muchacho, por no haber cultivado en vuestro ser el amor activo, hijo de la reflexión. Hermanos míos, el amor es un buen maestro, pero hay que saber adquirirlo, pues no se obtiene fácilmente, sino a costa de largos esfuerzos. Hay que amar no momentáneamente, sino hasta el fin. Hasta el más detestable malvado es capaz de sentir un amor circunstancial.

Mi hermano pedía perdón a los pájaros. Esto parece absurdo, pero tiene su lógica, pues todas las cosas se parecen al océano, donde todo resbala y se comunica. Se toca en un punto y el toque repercute en el otro extremo del mundo. Admitamos que sea una locura pedir perdón a los pájaros. Sin embargo, lo mismo los niños que los pájaros y que todos los animales que nos rodean vivirán más a sus anchas si vosotros os comportáis dignamente. Entonces rogaréis a los pájaros. Entregados enteramente al amor, en una especie de éxtasis, les pediréis que os perdonen a vosotros. Alabad este éxtasis, por muy absurdo que parezca a los hombres. Amigos míos, sed tan alegres como los niños, como los pájaros bajo el cielo. No permitáis que el mal obstruya vuestra acción; no temáis que empañe vuestra obra y os impida cumplirla. No digáis: «El mal, la impiedad, el mal ejemplo son poderosos, y nosotros, en cambio, somos débiles y estamos solos. El mal triunfará sobre el bien». No os descorazonéis.

Y no hay más que un medio de hallar la salvación: el de cargar con toda la malicia de los hombres. Desde el momento en que respondáis por todos y por todo, veréis que es justo que obréis así, ya que sois culpables por todos y por todo. En cambio, si arrojáis vuestra pereza y vuestra debilidad sobre vuestros semejantes, acabaréis por entregaros al orgullo y a la soberbia y os enfrentaréis al mundo y a su Creador. He aquí lo que yo pienso de este orgullo: es difícil comprenderlo, y por eso caemos en él tan fácil y erróneamente, creyendo que realizamos alguna obra noble e importante. Entre los sentimientos y los impulsos más violentos de nuestra naturaleza hay muchos que no comprendemos, pero no creas, hermano, que esto pueda servirte siempre de justificación, pues se te pedirá cuenta de todo lo que puedes comprender, aunque no se te pida de lo demás.

Vamos errantes por la tierra y somos ciegos para muchas cosas. En cambio, tenemos la sensación misteriosa del lazo de vida que nos liga al Espíritu. Las raíces de nuestras ideas y de nuestros sentimientos no están aquí, sino allí, en el Cielo. Por eso los filósofos dicen que en la tierra es imposible comprender la esencia de las cosas. Somos semillas de otro mundo que Dios ha sembrado aquí, para tener en la tierra su jardín. Lo ha formado con todo lo que podía crecer, pero nosotros somos plantas que sólo vivimos por la sensación del contacto con ese mundo, del que proviene nuestra ansia de plenitud. Cuando esta sensación se debilita o se extingue, lo que había brotado en nosotros perece. Llega un momento en que la vida nos es indiferente e incluso la miramos con aversión. Por lo menos, así me parece.

¿Podemos ser jueces de nuestros semejantes?

             Recuerda que no puedes ser juez de nadie, ya que, antes de juzgar a un criminal, quien juzga debe tener presente que él es tan criminal como el acusado, y tal vez más culpable de su crimen que todos. Cuando haya comprendido esto, podrá juzgar: es una gran verdad, por absurdo que parezca. Pues si yo soy un hombre justo, primero conmigo mismo, nadie será un criminal ante mí. Si puedes cargar con el crimen del acusado al que juzgas, hazlo inmediatamente, sufre por él y déjalo marcharse sin hacerle ningún reproche. Incluso si eres juez de profesión, haz todo lo posible por desempeñar tu cargo con este criterio, pues, una vez que se haya marchado, el culpable se condenará a sí mismo más severamente que podría hacerlo ningún tribunal de justicia. Si se va sin que tu conducta le haya producido efecto y burlándose de ti, no te desanimes: ese hombre obra así porque todavía no ha llegado para él el momento de la revelación; pero ya le llegará. En el caso contrario, el acusado comprenderá, sufrirá, se condenará a sí mismo: se le habrá revelado la verdad. Cree en esto firmemente: es la base de la esperanza y de la fe de los hombres y mujeres que irradian su luz en el mundo.

Que tu actividad sea continua. Si por la noche, antes de dormirte, te acuerdas de que has dejado de cumplir algún deber, levántate en el acto y cúmplelo. Si los que te rodean se niegan a oírte y se muestran irascibles, sírvelos en silencio y humildemente, sin perder jamás la esperanza. Si todos se apartan de ti y algunos te rechazan con violencia, permanece solo, arrodíllate, besa la tierra, riégala con tus lágrimas, aunque nadie te vea ni te oiga. Estas lágrimas darán fruto. Cree hasta el fin, incluso en el caso que fueses tú el único que permanecieras fiel. Y si te reúnes con otro hombre o con otra mujer como tú, obtendrás la plenitud del amor vivo. Daos entonces un fuerte abrazo y alabad a Dios por haberos permitido, aunque sólo a vosotros dos, cumplir la verdad de su palabra, como Jesucristo la cumplió.

Si los hombres permanecen insensibles a esta luz, a pesar de tus esfuerzos, y desprecian su propia salvación, mantente firme y no dudes del poder de la luz del Espíritu: puedes estar seguro de que si no se han salvado todavía, se salvarán en adelante. Y si no se salvan ellos, se salvarán sus hijos, pues la luz no se apaga nunca, ni aun después de tu muerte. El género humano rechaza a sus profetas, los aniquila, pero los hombres aman a sus mártires, veneran a quienes han dado muerte ellos mismos. Trabajas para la colectividad, obras para el porvenir. No busques recompensas, pues ya tienes una, y muy grande, en la tierra: tu alegría espiritual, de la que sólo pueden participar los justos. No temas a los grandes ni a los poderosos, no te excedas en nada; instrúyete sobre esto. Retírate a la soledad, prostérnate con amor y besa la tierra. Ama incansablemente, insaciablemente, a todos y a todo; procura alcanzar este éxtasis, esta exaltación. Riega la tierra con lágrimas de alegría y ama estas lágrimas. No te avergüences de este éxtasis, adóralo, pues es un gran don de Dios.

Reflexiones finales

¿Qué es el infierno? Yo lo defino como el sufrimiento de quien ya no puede amar habiendo podido hacerlo. En un punto, en un instante del espacio y del tiempo infinitos, un ser espiritual que existe en la tierra tiene la posibilidad de decirse: «Existo y amo». Sólo por una vez se le ha concedido un momento de amor activo y viviente. Para este fin se le ha dado la vida terrestre, de tiempo limitado. Pues bien, este ser feliz ha rechazado este inestimable don; ni le da valor ni lo mira con afecto: lo observa irónicamente y permanece insensible ante él.

Este ser, cuando deja la tierra, contempla el paraíso y puede elevarse hasta Dios. Pero le atormenta la idea de llegar sin haber amado, de entrar en contacto con los que han prodigado su amor, habiéndolo él desdeñado. Ahora ve las cosas claramente y se dice: «En este momento poseo la clarividencia y comprendo que, pese a mi sed de amor, mi amor sería hueco, no tendría valor alguno, ya que no representaría ningún sacrificio por haber terminado mi vida terrestre. Nadie puede calmar, ni siquiera con una gota de agua, mi sed ardiente de amor espiritual, este amor que ahora me abrasa, después de haberlo desdeñado en la tierra. La vida y el tiempo han terminado. Ahora daría de buena gana mi vida por los demás, pero esto es imposible, pues la vida que yo quisiera sacrificar al amor ya ha pasado y entre ella y mi existencia actual hay un abismo».

Me parece, hermanos y amigos, que no he expresado claramente estos pensamientos. Pero malditos sean aquellos que se han destruido a sí mismos, malditos sean esos suicidas. No creo que haya seres más desdichados que ellos. Toda mi vida he rogado desde el fondo de mi corazón por esos infortunados, y sigo haciéndolo todavía.

En el infierno hay seres que permanecen altivos y hostiles a pesar de haber adquirido la claridad de pensamiento y de tener ante sus ojos la verdad incontestable. Algunos de ellos son verdaderos monstruos entregados enteramente a su orgullo, mártires voluntarios que no se sacian de infierno, que se han maldecido a sí mismos, por haber maldecido a Dios y a la vida. Se alimentan de su feroz soberbia, como el hambriento caminante del desierto se bebe su propia sangre. Pero son y serán siempre insaciables y rechazan el perdón. Maldicen y querrían que Dios y toda su Creación desaparecieran. Arderán eternamente en el incendio de su cólera y siempre tendrán sed de muerte y de exterminio...

El fin de Zósimo sobrevino inesperadamente, pues, aunque todos los que estaban con él se daban cuenta de que se acercaba su fin, nadie se podía imaginar que muriera tan repentinamente. Por el contrario, viéndole tan animado, tan locuaz, creyeron en una notable mejoría, aunque fuese pasajera. Cinco minutos antes de su muerte, nadie podía prever lo que iba a ocurrir. Sintió de pronto un dolor agudo en el pecho y se llevó las manos a él. Todos se apresuraron a socorrerlo. Sonriendo a pesar de su dolor, se deslizó de su sillón, quedó de rodillas y se inclinó hasta tocar el suelo con la frente. Después, como en éxtasis, abrió los brazos, besó la tierra murmurando una oración y entregó su alma a Dios alegremente, dulcemente...

La noticia de su muerte se extendió con gran rapidez. Los íntimos del difunto lo amortajaron de acuerdo con los ritos tradicionales. La comunidad se reunió en la iglesia. Antes de la salida del sol, la nueva llegó a la ciudad y fue el tema de todas las conversaciones. Gran número de vecinos acudió a su entierro.