lunes, 1 de agosto de 2011

Evaluación “científica” en Bruselas


Evaluación “científica” en Bruselas

Acabo asistir, en calidad de ethical expert, a la evaluación científica de un proyecto de investigación médica que aspira a una subvención millonaria con fondos de la Unión Europea. La discusión entre los scientific experts presentes en la reunión sobre el alcance y planteamiento del proyecto resultó muy interesante, pero he de confesar que volví algo contrariado después de dos prolongados días sentado en las reuniones que se celebraron en el moderno edificio comunitario destinado al efecto. Mi contrariedad se debe a la sonrisa socarrona, mezclada con cierto incomodo, por parte de uno de los seis expertos “científicos” asistentes, cada vez que yo abría la boca para referirme a los aspectos “éticos” implicados en la investigación. Parecía que cualquier consideración moral sobre los métodos y fines de la investigación era marginal en relación con la cuestión central que daba cuerpo al proyecto: la hipótesis y la experimentación diseñada para validarla. Utilizando una expresión común, para este experto discutir la propuesta científica era “tocar madera”, es decir, hablar de la realidad tal y como es, accesible a todos, mientras que las cuestiones morales eran un asunto de opinión, sin otro fundamento que la convicción de quien las sostiene, en este caso yo mismo, que no hacía otra cosa que interrumpir  y despistar del tema que nos convocaba.
Es evidente que quien piensa que el conocimiento de lo real consiste en “tocar madera” asume que solo es real lo que se “palpa” a través de los sentidos, lo cual, a nivel científico se complica con la necesidad de hacer experimentos. Con ello, el científico “cientifista” trabaja con la hipótesis básica de que el Cosmos es material. Todo lo ve según la evidencia -ex videre- de que lo único que existe es la madera que toca o la que pueda tocar en sus futuras indagaciones , es decir la materia y las supuestas leyes por las que ésta se rige.
Esta hipótesis básica no se puede validar con una prueba experimental, es decir, el científico socarrón no la puede “tocar”, pues no es posible reunir y relacionar todos los elementos que forman el Cosmos según una ley o principio de unidad que lo identifique lógicamente como una unidad material. Solo un individuo omnisciente que lo supiera todo de todas las especialidades, cerrando con ello la posibilidad de seguir avanzando en el conocimiento, podría afirmar con rigor científico la existencia de un Cosmos exclusivamente material. El conocimiento de esta “mente absoluta” habría de incluir la prospectiva -la ciencia que intenta predecir el futuro-, e incluso una teoría del conocimiento que diera cuenta de su propio funcionamiento. Esta mente podría explicar, además, por qué algunas hipótesis científicas sobre la constitución de lo real, con sus derivaciones tecnológicas, resultan eficaces para mejorar nuestras condiciones de vida, y otras son derrotadas en su prueba experimental, lo cual está fuera del alcance de mi colega en la reunión de Bruselas.
Consecuentemente, identificar la realidad con “la madera que toco” es una no-hipótesis, es decir, una creencia que no admite demostración, sin mas valor “científico” que si se identifica con la magia de Harry Potter, con el ser o la nada del filósofo, o con la fe del creyente. Todos ellos progresan en el conocimiento de una supuesta verdad según la máxima credo ut intelligam, ya que ninguna entidad finita da cuenta desde sí misma del fundamento de su realidad, como tampoco nadie se fundó a sí mismo el día feliz en que decidió existir.
Si se abunda en ello se aprecia que el conocimiento de lo finito, como conocimiento de lo real en cuanto lo abarca la mente, solo se da con referencia al horizonte inabarcable de lo infinito, es decir, al principio desde el que se nos muestra la evidencia de lo real en cuanto real. Con este principio la mente no se puede “medir”, pues nadie es capaz de abarcar al completo y sin residuo la realidad, como ya se ha dicho, y se asume como una creencia desde la que se juzga la “verdad” de un saber que siempre es limitado. Por ello, igual que el científico se sonreía cuando yo hablaba, podría sonreír yo para mis adentros cuando escuchaba sus observaciones con fe exclusiva en la “verdad material”. Con la misma legitimidad puedo apoyarme yo en la creencia de que vivimos en un mundo encantado, gobernado por hadas y duendes, o que es la probabilidad extrema de un azar que lo domina todo, o que el universo lo creó Dios sacándolo de la nada, y que nos dio los diez mandamientos como la “verdad moral” para regir nuestro destino temporal.
Nadie duda del progreso que debemos a los avances científicos, tanto en el campo de la Física o la Biología, como en los estudios sobre los sistemas de organización social. Sin embargo, el “culto” que sus mejores cultivadores rinden con frecuencia a la ciencia les ciega para ver que las leyes cuyo cumplimiento depende de la libertad -la ley moral-, tienen también un estricto valor funcional para la viabilidad y el progreso de nuestra vida y la de las generaciones futuras en el planeta. Basta pensar en el efecto destructor del potencial atómico no sujeto a una política de contención, o en el peligro de perder nuestra identidad biológica cuando las tecnologías genéticas estén disponibles para su uso. No faltan ya elaboradas propuestas teóricas en este sentido que reivindican el “derecho a un mínimo genético decente”, como han hecho Norman Daniels, Dan Brock, Allen Buchanan y Daniel Wikler en su libro From Chance to Choice: Genetics & Justice, ni incursiones prácticas inaceptables, con la producción en secreto de híbridos humanos, como acaba de desvelar el Daily Mail en su edición digital del 25 julio.

                                               Escultura de Patricia Piccini
La verdad moral no es refractaria a la verdad científica, y, mientras vivamos bajo la sombra de la muerte, la ciencia no nos proporciona un pasaporte al Paraíso. Quizá al científico socarrón le convendría releer la conversación del sabio Zósimo, el personaje creado por el genial Dostoyevski en Los hermanos Karamázov, para reconciliar ambas verdades  con la esperanza en un futuro mejor: