martes, 28 de junio de 2011

UN DIRECTOR "FANTÁSTICO"

   Quienes formamos parte del colectivo “docente e investigador” de la universidad acabamos de recibir, por indicación del presidente de la Comisión de Internacionalización y Cooperación de la CRUE, una invitación a participar en el concurso convocado para cubrir el puesto de director del nuevo Instituto Internacional para la Alianza de Civilizaciones, establecido en Barcelona con apoyo del gobierno de España. Se ofrece un salario neto de 75,797.99 EUR, además de todo el paquete de beneficios que las Naciones Unidas asigna a su personal. Su misión consistirá en contribuir al análisis y resolución de los retos relacionados con la consecución del proyecto político que lleva el nombre del Instituto, considerado el cauce natural para alcanzar un ambicionado orden de paz perpetuo.

Como parte de este colectivo académico, al que conviene calificarlo también “divulgador”, según las corrientes del management universitario que estamos viviendo por inmersión, creo conveniente vulgarizar que para cubrir dicho puesto hace falta un director fantástico. Fantástico, porque la misión que se le asigna no encuentra sitio sino en la fantasía, como lo encontraría, por ejemplo, la misión de quien tuviera a su cargo la asignación de posiciones entre hadas madrinas y ángeles custodios en orden a la generación de relaciones de amor entre los seres humanos.

La consecución de una alianza entre las civilizaciones exige la superación del Estado y el establecimiento de una futura organización político-jurídica total, que va más allá de la diluida “gobernanza” o gobierno relacional, en la que el Estado pasa de ser la referencia central en el ejercicio del poder a ser uno de sus componentes en las redes de interacción global. Este concepto prescinde de los términos que son propios de la conciencia política genuina, que incluye tanto la voluntad de mando como la de obediencia. En la conciencia política radica cualquier forma posible de integración social. Por ello, para imaginar y poder asumir como una meta digna de crédito una “monópolis” mundial, su impulso sólo puede radicar en una voluntad común de la humanidad que mantenga la conciencia clara y activa de constituir una sola familia humana, por encima de la tradición milenaria de la que se alimentan las diferentes civilizaciones, y esto es lo que se pretende con el llamamiento a la Alianza por parte de los dirigentes políticos.

Sin embargo, hay que notar que la llamada a la Alianza no se dirige al individuo sino al género humano en su conjunto, y ello presupone que el individuo ya es consciente de su solidaridad con la humanidad, o que está abocado a “convertirse” y sumarse a ella, que es precisamente lo que se pretende alcanzar. Ni John Lennon lo consiguió, aunque su canción siga resonando: Imagine all the people sharing all the world (…) I hope someday you'll join us, and the world will live as one. Jesucristo mismo, a pesar de su poder para hacer milagros, sabía que sólo unos pocos de los que le escuchaban “tenían oídos para oír” su exigitivo mensaje de fe y de amor, como relata Lucas en el capítulo ocho de su inspirado libro.

De esta forma, la advertencia política a aliarse utiliza el sistema de creencias del individuo como instrumento de la acción política misma, implantando un deber de adhesión a fin de evitar la catástrofe política total, en la actualidad azuzada por el terrorismo o por la intervención de las potencias en los conflictos locales. Como proyecto político la Alianza desconoce la primacía del mundo de la fe y de la cultura que identifica a cada civilización, el cual está situado por encima del poder estatal, como repetidamente lo muestran los atentados suicidas o el primado del interés en las relaciones entre las potencias en el ámbito internacional. Consecuentemente, la llamada a la Alianza no es más que una injustificada presunción de solidaridad global, como la de quien juega a los dados convencido de que van a sumar seis por el mero hecho de que él los tira.

Tener oídos para oír supone “inclinarse” a oír, es decir, poner en suspenso o silenciar las crispadas voces y discursos en las que fundamos nuestra identidad, para percibir el eco apacible que proviene de horizontes nuevos, incitando a la expansión del “yo”. El escenario de la escucha es la intimidad, el ámbito exclusivo de la libertad, en el que el sujeto puede abrirse a valores nuevos y convertirse a la solidaridad con los otros, u obcecarse, fijando rotundamente la identidad ya dada de su “yo” con una intensidad variable, que lo aísla, lo hace indiferente o le aboca a la violencia en contra de aquellos en quienes no se reconoce.

La Alianza de Civilizaciones, como programa político para la paz, es la pueril fantasía de que la conciencia política del género humano en su conjunto se puede transformar con la trompetada a la “conversión”, sin considerar el espacio propio de la libertad. O, alternativamente, se presenta como un velo retórico para tapar un régimen de poder total que, en vez de servir como refugio de paz de los pueblos, sea el monstruo, todavía inexistente, de un imperio mundial, peor en su tiranía que la denunciada por los visionarios apocalípticos con sus referencias a Babilonia, al reino de los medos y de los persas, o al dominio de los seléucidas y los romanos. Es dudoso que un orden de poder global sea preferible a la guerra, ya que el hombre y la mujer, reducidos a prototipos humanos carentes de libertad, si han de seguir siendo lo que son, habrían de rebelarse contra esa autocreada tutela, y la guerra continuaría existiendo en forma de contienda civil o de acción policial.

Muy probablemente, para ganarse el abultado sueldo que se ofrece, quien gane el puesto de director “fantástico” al que se nos invita a concursar tenga que bailar al son de la inolvidable canción de Machín, Mar y Cielo: Me tienes/ pero de nada te vale. Soy tuyo/ porque lo dicta un papel. Mi vida/ la controlan las leyes. Pero en mi corazón/ que es el que siente amor/ tan solo mando yo.

jueves, 9 de junio de 2011

EL REINO DEL PP O LA MEDUSA


 La venida del Reino del PP con las elecciones que se acaban de celebrar ha estallado en una explosión de alegría entre sus votantes y entre quienes les van a representar en los nuevos gobiernos locales y autonómicos que se formen.  Supongo que este regocijo se debe a que “han llegado al poder”. Esto me hace considerar lo que es propio de todo hombre o mujer de acción: su vida discurre como un proceso, más o menos frenético, que pivota en torno a uno o varios ejes que se podrían denominar “puntos de estabilidad”, en los que su corazón descansa, o, utilizando una expresión evangélica, en los que puede “reclinar la cabeza”. Esto es evidente en el enamorado cuando llega el encuentro con la persona amada; en el empresario cuando contabiliza sus ganancias; en quien se sienta a ver una final de fútbol después de haber sudado la camiseta durante la semana, o en el intelectual, que, apartado de toda actividad, se entretiene pensando. La alegría que muestra el PP parece que sigue este mismo patrón: ha alcanzado su “punto de estabilidad” por haber llegado al poder, y, consecuentemente, el partido está satisfecho.

Este triunfalismo es alarmante, a mi modo de ver, porque refleja una fascinación por el poder que puede cegar para ejercerlo de otra forma que no sea la de hacerlo crecer. El poder, en cuanto tal, no puede ser sensatamente el fin de la voluntad, pues carece de contenido, aunque la presentación de un programa haya sido una condición para haberlo conseguido. El triunfalismo electoral sólo puede manifestar la autosatisfacción de una voluntad sin contenido que no quiere nada más que a sí misma, comparable a la que experimentaron nuestros primeros padres ante la tentación primigenia: eritis sicut Deus. Es el “ejercicio” del poder, en vista de un fin juzgado y perseguido como bueno, lo que le da sentido a la aspiración a “llegar” a él, y esto es una llamada a la contención y la responsabilidad. La alegría profunda por haber recibido la confianza de los ciudadanos para custodiar su libertad durante cuatro años no se aviene bien con el jolgorio o la fiesta por la mera constatación de que ahora “mandamos nosotros”. Habría sido más ajustada una celebración inspirada en un principio que cabría formular como “hemos ganado, la hemos cagado”, debido a la dificultad que entraña el ejercicio cabal del poder.

Aparte de las reflexiones de los teóricos de las ciencias políticas sobre la noción clave de “representación” y el ejercicio de la prudencia política, la dificultad para ejercer el poder se encuentra, ante todo, en una dimensión interior que San Agustín denomina parturitio desiderii -el parto del deseo-, y que nos afecta a todos en la medida en que participamos en el vínculo social. En el caso de los representantes en la arena política, este parto les afecta de modo eminente, ya que consiste en hacer hueco o dejar en suspenso sus propios deseos para poder hacerse cargo y secundar los deseos de su principal -los representados-. Es evidente el íntimo desgarro que supone esta dinámica de “excavación” del alma para el sujeto que se aventura en ella, es decir, para el prudente estadista, como contrapuesto al tipo adulador, especializado en agarrar la oportunidad por los pelos para enriquecerse, o al ambicioso, que llega al poder embrujado por el deseo de su propio encumbramiento.

El desgarramiento interno que produce el parto del deseo se percibe fácilmente al volante, si coincidimos con otro conductor que pretende ganarnos la posición al entrar en la rotonda, cuando ¡soy yo! quien tiene la preferencia, ¿Quién puede contenerse en esta situación, y ceder el paso con amabilidad?, o en el terreno de la venganza por un agravio, ¿Quién desea el castigo sólo con la intención de que el agresor se corrija?, y, si uno es la víctima, ¿Quién tiene arrojo para otorgar el perdón? O, ¿Quién es capaz de cancelar la prisa, para medir su tiempo al ritmo del otro, sea un enfermo, un anciano o un charlatán?

La parturitio desiderii de San Agustín es la “ascética” que se requiere para llegar a lo que Stuart Mill llamó el “estado de sociedad”, el cual se alcanza a medida que la humanidad se va apartando del estado de independencia salvaje. En su ensayo sobre la libertad, este reconocido autor dice que los salvajes viven sometidos a sus impulsos, son incapaces de fijarse propósitos estables o de vivir conforme a una norma. Sus capacidades no están suficientemente desarrolladas para mejorar a través de la discusión libre e igual, y, debido a su condición, requieren incluso del despotismo para superar las dificultades en el camino del progreso. Del progreso hacia la democracia es a lo que se refiere Mill, que es el único modelo de relación política que puede hacer posible llegada del Reino del PP, mediante el ejercicio refinado de la representación política, a la que es refractario el salvaje.

Es evidente que la tarea de representar no exige que quienes gobiernan tengan que ejecutar exactamente los deseos de quienes les han dado su confianza, anulando de esta forma el control sobre la acción de gobierno de quienes fueron elegidos para ello. Utilizando una analogía, esto sería como decir, en relación con los representantes, que mi mano actúa por mí cuando la muevo. Ni tampoco la confianza ganada con las elecciones puede considerarse una autorización o un permiso para que el representante campe a sus anchas en su nueva posición de privilegio. Ambas formulaciones del ejercicio de la representación política distorsionan la obligación de los elegidos. El mandato “representativo” se legitima por la protección efectiva del interés del elector en el proceso político, siendo sensible a sus deseos. Como dice Pitkin en su elaborado trabajo sobre esta cuestión, no tiene por qué obedecerlos siempre, pero debe de tenerlos en consideración, especialmente cuando entran en conflicto con lo que él entiende que es el interés del elector. En este caso, lo que debe de proporcionar son las “razones” de la discrepancia, en lugar de un contundente “ahora mando yo” o de la mentira.

Sin la “ascética” democrática, consistente en la parturitio desiderii de los vencedores, la celebrada venida del Reino del PP no reflejará otra imagen que la de Medusa, el monstruo telúrico decapitado por Perseo, que, con sus hermanas Esteno y Euríale, simbolizan las fuerzas pervertidas del espíritu. Entre ellas, Medusa representa la imagen deformada de sí, que petrifica de horror en lugar de iluminar justamente, como con frecuencia viene ocurriendo con los partidos políticos, fascinados por llegar al poder dentro de un orden de autoridad que, supuestamente, fue diseñado según un ideal democrático.


Medusa de Caravaggio (Florencia, Uffizi)