martes, 12 de abril de 2011

En solo tres-días-tres


En solo tres-días-tres, con ocasión de una estancia en la hospedería del monasterio de Nuestra Señora del Parral en Segovia, se elevó el nivel de mi conciencia, y desde entonces puedo decir que vivo una VIDA SUPERIOR. “Superior” a la que vivía antes, no en el sentido de superior a la que viven mis paisanos, colegas de trabajo, vecinos, familiares o cualquiera con quien me encuentre, pues eso está completamente fuera de la competencia de mi juicio.

Me fui al Parral a retirarme del azacanamiento en el que se arrastra mi vida. Parecía que con las nuevas tecnologías iba a poder hacer lo mismo que antes, y liberar algún tiempo para el ocio intelectual, pero lo cierto es que se han convertido en un medio para involucrarme en un ritmo frenético de actividad, que prácticamente anula la posibilidad de pararme a pensar por qué hago lo que hago y cómo lo hago.

En El Parral he ganado un nivel de conciencia desde el cual ahora puedo observar, sin angustia ni inquietud, el ritmo de mi actividad, y modularlo según mis ansias de paz y tranquilidad. Así, según la máxima Dominus in tranquilitate venit, creo que podré, en medio de este fatigoso mundo, alcanzar cotas muy altas de contemplación. En el horizonte se me vislumbra la posibilidad de vivir en medio del trajín como un monje jerónimo vive en El Parral.

Para desgranar el proceso por el que en estos tres-días-tres se ha expandido la conciencia que tenía de mí mismo y del mundo que me rodea he de comenzar con la bienvenida, que no duró más de dos minutos, del monje hospedero, Fray Antonio de Las Palmas, quien, después de acompañarme a mi habitación, me besó la mano y, con su acento canario, me dijo pausadamente:
 
- Bienvenido, hermano, deja que el Espíritu te entre. El Espíritu lo llena todo.

Me mostró el horario, repleto de la Liturgia de las Horas y me dijo que mi única obligación era la puntualidad en las comidas y que respetara el silencio. Podía avisarle por cualquier cosa que necesitara.

Este breve comentario sobre el Espíritu ya se me hincó como un clavo en el alma, y, por el halo de misterio que encierra, dominó toda mi estancia en el cenobio, mientras estuve clausurado con los monjes jerónimos.

Comencé asistiendo a algunos de los actos de la Liturgia de las Horas programados en el horario, en los que 11 frailes ancianos acudían puntualmente y recitaban o cantaban los textos litúrgicos correspondientes. Parecía que esta actividad era la más radical justificación de sus vidas, no sólo por la cuidada forma de recitar o de cantar, sino también por el tiempo que dedicaban y las veces que lo hacían durante cada jornada.

Las comidas en el refectorio también seguían una estricta observancia: puntualidad (no se comenzaba sin la unánime presencia de los 11 monjes y los 3 huéspedes que estábamos); absoluto silencio envolviendo la voz del lector; turno de servicio de los dos frailes encargados del refectorio, tiempo exacto de duración del almuerzo (media hora, lo que limitaba las posibilidades de saciarse, a pesar de la abundancia del nutrimento).

En la paz del convento intentaba asimilar el sentido de la vida de un puñado de hombres longevos, dedicados en exclusiva al rezo de Las Horas en este régimen de alimentación y silencio. Digo “en exclusiva” porque era para mí evidente que toda otra actividad que pudieran hacer era “secundaria”, a tal distancia de la observancia de Las Horas, que se podría calificar como “irrelevante”, intercambiable con cualquier otra o, simplemente, INUTIL.

En mis elucubraciones para discernir el sentido de este régimen de vida, viniendo del agitado “mundo”, no podía entenderlo de otra forma que como un TEATRO, una representación ficticia al servicio de alguna otra finalidad. En este caso no podía ser "hacer taquilla", porque éramos solo 3 huéspedes y no teníamos obligación alguna de pagar por la estancia más que lo que nos sugiriera la conciencia y la buena voluntad, según el dicho de San Jerónimo:

“Nosotros también hemos edificado un mesón junto al monasterio, no vaya a ocurrir que si ahora vienen a Belén José y María, tampoco hallen posada”.

Tampoco era “locura”, porque se les veía aplicados y bien conscientes de lo hacían.

En estas consideraciones andaba yo, girando alrededor del claustro, contemplando la maravilla del antiguo monasterio y disfrutando de la excepcional vista de la Catedral y del Alcázar de Segovia desde la otra orilla del rio Eresma.

El asunto se me aclaró durante el rezo de Vísperas el sábado, que, sin evitar la redundancia, es la víspera de la fiesta dominical, por lo que el acto discurre con más solemnidad. Fue cuando el fraile que dirigía la ceremonia sacudía con incienso la tercera esquina del altar, cerca de donde yo estaba. Entonces me di cuenta de que si esos hombres dedicaban su vida full-time a la Liturgia de las Horas sólo podría ser porque Dios esperaba que así lo hicieran. Es decir, tuve la fortuna de entender que ellos vivían en unión y comunicación con Dios, convirtiendo a Dios en tan real como reales eran sus movimientos, que estaba viendo allí mismo, delante de mí.

Desde que ardió el incienso en esa tercera esquina Dios dejó de ser una palabra que remitía a una “idea” que yo ya tenía, y en la que llevo “pensando” toda mi vida, para convertirse en algo tan real como era la presencia de los jerónimos cantando y rezando. Se me hizo patente que Dios existe y que aquello no era una “representación”. Entonces fue cuando mi conciencia dio EL SALTO por el que digo que vivo una VIDA SUPERIOR, porque he ganado en la certeza de que la combinatoria, aparentemente loca, del mundo, y yo mismo como elemento suyo, no es más que el “canto de Dios”, a cuya bella armonía los monjes responden cantándole a Él, convirtiendo el tiempo de sus vidas en un “tiempo de Dios”, según una dinámica de retroalimentación recíproca en el amor.

A partir de aquí todo fue el desarrollo de esa iluminación. Por ejemplo, en la valoración de las acciones, mías y de los demás. Todo lo que en ellas no se ajusta a la belleza seductora del “canto de Dios” desentona. La prioridad en el querer pasa a ser inclinarse a escucharlo, y cualquier desviación torcida (lo que en este ámbito se denomina "pecado") se convierte en repulsiva. No hay gozo mayor que estar en sintonía: cuando en el canto aparece el dolor, ahí está Jesucristo para cargarlo y la Virgen Madre para acompañarlo. Es impresionante el poder de la conciencia transmutada por el Espíritu, que lo llena todo, como me enseño Fray Antonio de Las Palmas al llegar. También en la percepción de la naturaleza, que ahora se muestra como una hierofanía admirable. En el conocimiento propio, pues percibiendo todo lo que ocurre como la sobreabundante presencia y amor de Dios, al intentar corresponderle, cantándole a Él, se van desvelando las tendencias desviadas y rebeldes que imperan sobre nuestras acciones. Las mismas que antes, en su despliegue, aparecían como la consumación de la propia identidad, de la que hace gala con orgullo el moderno individu@ “autónom@”.

Es evidente que esta dilatación de la conciencia no es comunicable, pues no remite a ningún objeto de conocimiento sensible o mental que se pueda formular. Creo que sólo puede describirse como una LUZ generada por una fuente inagotable que viene de fuera, que no puede ser más que Verdad, Belleza y Amor –el misterioso Espíritu que me comunicó Fray Antonio al llegar-. ¿Quién se va a creer que  poniéndose junto a la tercera esquina del altar, viendo la sacudida del incienso, alcanzará un conocimiento nuevo, de orden SUPERIOR? Además, cuando la LUZ llega, lo que se impone es, precisamente, el SILENCIO. No hay nada que decir, sólo oír maravillado el “canto de Dios”. Así me explico una de las dos cosas que me dijo el fraile hostelero al irme, otra vez con su lento acento canario: 

- Guillermo, es muy importante el silencio. El silencio es muy importante, ¿ves?... Las plantas crecen en silencio. ¿Oyes los pájaros?... ¿y el agua correr? El silencio es importante.

La otra fue, disminuyendo su paso ante el claustro radiante de luz a las 16.00 h. de la tarde del domingo:

- Qué sol tan bonito. Qué bonito es el sol. Tú quieres al sol ¿No? Tú vales más que el sol…, y más que mil soles. Dios te quiere más que a mil soles.

Y me marché esa tarde con el propósito de escuchar el “canto de Dios” en mi mundo, como los jerónimos lo escuchan, y le cantan a su vez, encerrados –LIBRES- en su bendita clausura. Estoy convencido de que, además, me llevo una buena reserva de oraciones para lograrlo.